Paseando por España llegué al museo Reina Sofía cerca de Atocha. Me dieron un catálogo en la puerta y entré sin guía, sola. La pintura no es lo mío, menos los impresionistas que siempre pienso si lo habrán colgado al revés o si es cómo lo pintó el autor. Pero caminé por los pasillos y entré a una sala con mucha gente mirando y fotografiando a ese tan especial. Me senté en un banco de madera muy lustrado y esperé hasta que se despejó un poco el lugar, mientras leía el catálogo y las referencias que hablaban del país Vasco, de la guerra, del sufrimiento de aquel fatídico día del ataque a un pueblo que estaba en su cotidianidad y de pronto todo cambió.
Cuando se despejó de gente y me pude acercar y ver lo que el pintor había plasmado me transporte a ese lugar. Esas figuras eran abstractas pero lograron traspasar mi piel y de repente sentí que me caían lágrimas porque me angustie de ver y llegar a sentir el dolor: esas mujeres tratando de proteger a sus hijos, tratando de huir. Todos los cuadros que había visto de batallas siempre muestran dolor pero con el triunfalismo de quien pelea para ganar algo. Acá no, es un pueblo simple como el que yo habito en el que de repente todo pasó a ser dolor. No hay colores, no hacen falta. Hay un toro, brazos, piernas, todo mezclado. Yo creía que el dolor se sentía, ahora aprendí que también se puede pintar.

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