Rieles, vías, allí quedaron abandonados los vagones del Sarmiento. De lejos parecen esculturas inmensas, a veces fantasmagóricas. Derruidas, gigantes de acero, muertas. Dan la sensación definitiva del olvido en las injurias de tiempo y sus inclemencias.
Amenazado el cielo, con los brazos enredados de cadenas, hasta oxidación. Numerosas tablas del piso han desaparecido y las que quedan, blanquean como osamentas de dromedario en el despierto y por los huecos, que dejan escapar un viento áspero, se escucha como chasquea el agua morena.
Un chingolo salta de la polea, a un contra peso y no más sombrío que un pajarito revoloteando entre hierros inútiles. Y por dónde se mire, en torno de estos vagones, enfilados como condenados a muerte o patíbulos, no se comprueba otra realidad, que la paralización de la vida.
En los carriles, las ruedas parecen, petrificadas, entre sus ejes, bajo las bóvedas de sus cuerpos piramidales.
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