Ruidos de cadenas, olor a metal, oscuridad. El cubículo en el que estaba se sacudía a cada rato. No recordaba nada. ¿Tendría padres? ¿Alguna vez tuve amigos? "Me llamo Thomás" pensé. Era lo único que recordaba.
El cubículo se detuvo con un crujido. Pasó un minuto, dos, la oscuridad lo llenaba todo. Sentí un golpe. De repente, se empezó a disipar la niebla y allí estaban: niños de varias edades, de todas las razas, me miraban con ojos de hielo, sus expresiones eran iguales. Quise hablarles, pero no pude. De pronto, una "voz" ordenó:
—¡Cada uno en su puesto!
Los chicos giraron sobre sus pies y, de forma mecánica, cada uno se dirigió hacía un sector diferente. No hablaban, no lloraban, no reían, no sentían, no pensaban...
Me llevaron a una especie de laboratorio. Allí había más niños, todos atados y estáticos, como yo. El olor a metal me dio náuseas. La "voz" nos recibió:
—Les damos la bienvenida. Les daremos un lugar para vivir, nosotros nos encargaremos de sus necesidades, no tendrán que pensar en cómo conseguir sus alimentos, disfruten.
Sentada a mí derecha había una niña que no dejaba de temblar. La miré y me devolvió la mirada. A mí izquierda había un niño más o menos de mí misma edad. Quise hablarles, pero la "voz" retumbó y no me permitió hacerlo.
Los niños con ojos de hielo nos dieron de comer. Creo que dormí, pero no sé cuánto, el tiempo no existía, no veíamos la luz del sol. Cuando abrí los ojos, vi al niño que hacía unos instantes estaba a mí lado enchufado a una máquina, una luz lo rodeaba y sus ojos se iban congelando.
Miré a la niña que todavía estaba a mí lado, los dos entendimos lo que estaba pasando, pero cómo escapar, cómo dejar de escuchar esa voz que nos adoctrinaba, que llenaba de palabras nuestro cerebro, cómo hacer para sacarnos las cadenas, cómo evitar que nos convirtieran en robots.
—Me llamo Roser, mis manos son más pequeñas que las cadenas —dijo.
Me mostró sus manos libres y me ayudó a liberarme. Teníamos que convencer a todos de huir de ese lugar, teníamos que romper las cadenas que no nos permitían pensar. La "voz" era como una piedra que golpeaba nuestro entendimiento. Era correr o morir. Sabíamos que si seguíamos ahí dejaríamos de ser humanos.
¡Corrimos... corrimos para no morir!
Me pareció escuchar a Roser cuando me recordaba que los humanos somos seres sociales, que no estamos programados para la soledad, que necesitamos comunicarnos, dar y recibir.
Observé a Roser preparar el arroz con calamares con crema catalana, ella giró y me miró con los ojos encendidos. Después de comer, me fui a acostar. Antes de dormirme, conecté a Roser a su batería.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario