La casa abandonada
Esa casa estaba desconocida. No había sido desde su nacimiento tal cual la estaba viendo ahora: sin cortinas, paredes deslucidas, polvo en los muebles apilados sin control. Parecía un depósito de todo aquello que ya nadie quería tener en su casa y lo dejaba allí.
Una foto caída, olvidada, de una perra blanca, mostraba el brillo del piso en ese momento y la biblioteca con los libros que ya no estaban allí. En esa hora determinada en que había sido sacada la foto, la casa estaba orgullosa de ese piso de granito verde (lustroso y cuidado), los libros ordenados y la beatitud de ese hermoso animal. Hoy está llena de cajas o muebles en desuso y mal cuidados. Hay polvo por todos lados. Casi obsesiva la densa observación del abandono.
¿Quién había olvidado a quién? ¿La casa o el habitante de la casa? Era necesario saber la pertenencia, la causa del abandono. La necesidad de ser olvidada, para quizás poder abrir una ruta nueva, distinta.
Las paredes antiguamente habían sido blancas que ahora se había convertido en un color indefinido. Las puertas habían sido blancas también.
Se accedía a la casa por una grande, ancha y alta puerta maciza, pintada de un deslucido y memorable verde inglés. Después de un pequeño espacio, se encontraba una hermosa puerta cancel de dos hojas, con vidrio repartido, que se abría gentilmente dando una bienvenida especial al visitante.
Esa casa, hoy herida por el abandono y el olvido, tuvo hermosas cortinas de voile, transparentes y delicadas. Y el ventanal, hoy bajo, trabado, vencido por los años de uso y deterioro, esconde lo que otrora fue un jardín. Hoy está lleno de malezas, pastos altos, espesos árboles y un laurel gigante, añoso, que año a año se alzaba imperioso dando más y más hojas perfumadas, sabrosas, solicitadas y dadas generosamente con el beneplacito de sus dueños, hoy ya lejanos, olvidados, desaparecidos. Están en otro mundo, viviendo esta misma aventura que nos relata la historia de esta triste casa abandonada.
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