Inexorablemente a fines de mayo llega el invierno a Castelar y empiezo a disfrutar los días soleados y azules. Sentir en la cara la caricia del viento, caminar ligero y pasear para volver al abrigo de mi casa, tal vez tirarme en el sillón a leer un rato, desparramar sobre la mesa mis útiles de dibujo y pintura o ponerme a terminar algún anillo o arito haciendo joyería. Esperar a mi marido para matear juntos y comentar lo que nos ha pasado, grabar alguna canción para mi grupo de canto y cuando se va yendo el día empezar a preparar ese puchero calentito.
Hoy, a cien días de esta cuarentena interminable, todos estos pequeños placeres van perdiendo sentido porque no vuelvo de ningún lado, estoy adentro y, a medida que pasa el tiempo, lo único que deseo es el abrazo de mi gente, mis hijos, mis amigos, las reuniones tocándonos, charlando, juntando juguetes que tiran mis nietos y sintiendo su piel cerquita. Soy optimista y sé que esto también va a pasar, pero ahora sólo se me ocurre una frase: “decile que extraño”.
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