Lloré mucho el día que Lara se volvió a vivir a París. Sabía que seguramente iba a pasar mucho tiempo hasta que nos volviéramos a ver. Nos habíamos conocido en 1º grado, cuando su familia había llegado a mi pueblo con una empresa francesa para asfaltar las calles.
Lara era una flaquita alegre, que no hablaba muy bien español, por eso cuando me contó que en su casa tenía un marumito, creí que era un error de comunicación y empezamos a buscar en mi lengua el objeto que designara esa palabra.
¿Era el perro? ¿La muñeca? ¿Mi vestido azul que tanto le gustaba? ¿Esa pulsera de cuentas de vidrio? ¿El rompecabezas?
Estábamos en esa búsqueda alocada cuando descubrimos en el ropero de mi mamá una cajita envuelta en papel dorado, no muy grande, y atada con una cinta de varios colores que parecía para un regalo. Justo en ese momento nos llamó a merendar.
Me quedé con una doble intriga: ¿Qué era un marumito y qué había en la cajita dorada?
Ya se sabe que los tiempos de la infancia pueden ser cambiantes, mucho por descubrir, experimentar, aprender, hacer amigos.
Cuando dos años después mi amiga se fue y yo estaba muy triste, apareció mi mamá con su regalo, la cajita dorada que había guardado para esa ocasión.
—Este es tu marumito, creo que se parece mucho al de Lara— Y sí, ahí estaban guardadas nuestras risas, nuestros juegos y todas las palabras inventadas.
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