Él la amaba por sobre todas las cosas. Con Mirna a su lado podía imaginar la vida en cualquier lugar de la Tierra. El sonido de su voz, su dulce aroma a rosas lo cautivaba. Alegre, ruidoso y atrevido se desvivía por seducirla. Sabía escucharla, no la condenaba ni la juzgaba y lo hacía con la paz que a ella la atraía como agua al sediento. Le escribía poemas a mano, en un cuaderno cuadriculado de escolar: tenía varios, todos pensados para esa mujer que era un torbellino en su vida. Solo quería hacer el amor con ella, conocerla profundamente y aceptarla, pasar la mañana del domingo en la cama desayunando juntos hasta tarde, caminar de la mano, reírse de tonterías y discutir ideas.
La vida los había unido hacía 30 años: Mirna lo atrajo desde el primer instante que vio sus ojos transparentes, su risa contagiosa , su desparpajo e inteligencia. Tocaba el cielo con las manos cuando recorría su cintura y acariciaba su piel blanca.
Ahora después de haber compartido con ella hijos, tristezas, alegrías, salud, enfermedades, riquezas y pobrezas, solo sueña con tomarla en sus brazos y fundirse en su pelo hasta que su vida se apague.
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