Tengo que empezar por confesar (y no me avergüenza) que soy un amante infiel; eso sí, de los libros. Los amo pero no los leo o, para mejor decir, casi no los leo. ¿Por qué entonces mi casa está llena de libros? La respuesta es muy sencilla: porque es mi esposa la que los lee. Soy un pésimo jugador de ajedrez pero podría nombrar de corrido a los mejores veinte jugadores del mundos. Eso se debe a que no es el ajedrez lo que me gusta sino la vida de los ajedrecistas lo que me apasiona. Con los libros me ocurre lo mismo: no son ellos los que me atraen son los que los escribieron. Por la década del cuarenta hubo en la Argentina un grupo de escritores que hicieron época. Eran amigos, pertenecían a clases acomodadas y viajaban regularmente a París en busca de inspiración. Nunca se los creí. Digamos que quedaba bien y no tenían imperiosa necesidad de "ganarse la vida". Pero había uno que sí y fue tal vez por esa razón que no lo aceptaban y es a él a quien quiero referirme. Mientras escribía novelas con las que trascendió, se veía obligado a trabajar en un diario en el que, muy a su pesar, tenía que ocuparse de una columna todos los santos días, lo que le pesaba pero había que ganarse la vida en un Buenos Aires en el que no era fácil. Por suerte tuvo su reconocimiento al punto que un programa de televisión que lleva en el aire treinta años tiene el nombre de uno de sus más famosos títulos.
[Roberto Arlt]
No hay comentarios.:
Publicar un comentario