La verdad no se sabe si aún llovía, pero igual hubiera podido estar lloviendo. Era julio, la tarde seguía pasando cuan larga era. Las dos niñas no podían estar mejor vestidas para un retrato que se quería irrevocable.
La mirada de la madre, cuya urgencia de perfección nunca parecía del todo conforme con sus obras, aquella vez estaba fascinada, todavía tiene en su estancia la foto que tomaron entonces, recargadas una en la otra, espalda con espalda, cada quien con una canasta entre las manos. Aún se ven ahí, viendo hacia la luz del fotógrafo que las llama a sonreír sin que le dieran a cambio más que una mirada digna de la posteridad.
Incluso a los desconocidos les atrae esa foto. Aunque sea cursi, o porque lo es. No lo saben quienes la ven y sonríen con las dos niñas que vistió la madre como a dos muñecas, Pero los personajes llegaron hasta ahí tras una epopeya doméstica que no está bien olvidar.
A punto de salir rumbo al estudio fotográfico del señor Oklay, hombre rubio, silencioso y pálido que por el solo hecho de serlo parecía enigmático, un accidente puso fin a la ceremonia con que habían ataviado a las criaturas. Se escribe ceremonia y así debe llamarse a la sucesión de movimientos que pasaron en un rato.
La madre y la muchacha que le ayudaba en el difícil arte de disfrazar a sus dos hijas, empezaron por ponerles unos fondos de algodón con tira bordada en las orillas. Eran preciosos ya, podrían haber bastado para dejarlas elegantes, pero fueron solo el principio sobre el que cayeron dos vestidos de una gasa etérea, como debería ser el mundo. Tenían esas mangas cortas y plisadas que las modistas llaman de globo, tenían unos cuellos redondos y unas pecheras con alforzas. Todo lo ribeteaban los encajes traídos desde Brujas hasta Puebla, en un viaje seguramente eterno. En la cintura les ataron unas bandas de seda color de rosa que se anudaban en un lazo perfecto.
La madre les había peinado las ondas con goma de tragacanto y sobre la mesa había dejado unos sombreros de paja clara que aún siguen provocando el deseo de volver a mirar la perfección con que estaba tramada su cursilería.
Pero antes de llegar al clímax que sugerían esos sombreros, faltaba ponerles los calcetines de hilaza tejidos por las monjas trinitarias y luego los zapatos de charol con las puntas redondas y unas trabas alrededor de los tobillos. Las niñas no sabían cómo hacerlo bien y ese día no se trataba de aprender. Para seguir el ritual las sentaron sobre una mesa que, por no sabe qué urgencia de cuidados, tenía un vidrio sobre la cubierta de madera. Un vidrio rectangular cuyos filos no eran un riesgo para nadie que no se acomodara cerca de ellos. A Verónica le habían puesto un zapato en el pie derecho y la suave pero distraída nanita que le abrochaba las hebillas necesitó acercar hasta sus manos el pie izquierdo, así que jaló la pierna de Verónica y la dejó pasar sobre el filo del cristal que, en un segundo, le abrió una herida de lado a lado entre las venas que corren tras la rodilla. Se oyó un grito intenso, pero corto y esa debe haber sido la única vez en la vida que Ángeles vio a su hermana llorar así. Su pierna estaba tan llena de sangre que ni siquiera podía saberse de dónde brotaba. Aún hoy cierra los ojos y ve, todavía, la herida sin brocal como la vio entonces. Verónica lloraba y le ataron un trapo a la rodilla. Ángeles también lloraba. Ahora dice Verónica que dado el escándalo, al principio todo el mundo creyó que la pierna cortada era la de su hermana. No hay contradicción en esa versión porque las dos estuvieron convencidas de que Verónica siempre tiene la razón, pero Ángeles cree recordarla, llorando más lágrimas y más penas que las suyas.
Para pronto, las mamás, como llamaban a la dupla hecha por la madre y su incandescente hermana Alicia, la tomaron en brazos y salieron rumbo al hospital. La otra, que a todas luces salía sobrando porque su engalanada presencia no era de ninguna utilidad, fue con ellas. Recuerda la puerta azul del coche y recuerda ir junto a su hermana mirándola como a una heroína. Ángeles tenía cuatro años y Verónica tres.
Entraron al hospital Guadalupe en busca de un doctor. Acostaron a Verónica sobre una cama angosta y alta. Seguramente le pusieron anestesia, pero de eso y de cómo fue, ninguna de las dos se acuerdan bien. En cambio la mayor recuerda con precisión científica la aguja redonda que fue entrando y saliendo por la piel hasta zurcir por completo la cortada. Ya nadie lloraba. La pequeña menos que nadie. Tenía los ojos inmensos, redondos y oscuros como aún los tiene. Sonrió.
Al salir de ahí fueron a comprarle un premio a su valor. La tienda era pequeña y tenía una sola vidriera. Debió desaparecer muy poco tiempo después. Vendían ahí las últimas muñecas de pasta y porcelana. Había una preciosa con la cara redonda y las mejillas muy rojas. Esa quiso Verónica. Se la dieron como un trofeo. Cachetona le puso de nombre.
No lo creen los hijos, pero entonces las fotos de ocasión se hacían como ahora se hacen las de la publicidad más cara: en un estudio especial, iluminado para el caso, contra un fondo de paredes oscuras y bajo un inmóvil silencio de capilla. No era cosa de pasar por ahí como llevado por la casualidad, se hacía una cita y la familia completa cumplía con el ritual de retratarse en el orden debido. Las primas habían llegado a tiempo. A la madre le sorprende haber llegado alguna vez. Nunca dejó de preguntarse si fue posible que la misma tarde del accidente hubiesen ido a dar con el fotógrafo, pero las hijas están seguras de que así fue. Dos testimonios menores contra el suyo han dado una suma a su favor: el retrato se lo tomaron entonces. Bajo el fondo de encajes una tenía una pierna vendada y bajo las alforzas del vestido la otra le tenía una admiración que aún perdura. Se ha cortado otras veces, la nana distraída que puede ser el destino ha pasado otras veces su vida sobre un vidrio. Ángeles no la ha visto llorar. Ha visto cómo sabe coserse las heridas y cómo se divierte y sonríe cuando todo termina y la vida le toma un retrato a su existencia. Da fe de que aún mira como entonces, de que es valiente y terca desde entonces. Da fe de que aún necesita recargarse en su espalda para mirar al mundo que las mira. Y seguir andando.
["Espalda con espalda", Ángeles Mastreta]
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