Cuando Teresa salió del campo tenía 15 años. Sus padres habían decidido mudarse a Villa
Ruiz, un pueblo pequeño y sereno, de no más de seis o siete manzanas, con tan sólo unos
pocos negocios que abastecían las necesidades básicas de sus habitantes parcos, rústicos y
solidarios que, acostumbrados a una soledad participativa y comunitaria, abrían sus puertas a
todo aquel que lo necesitaba manteniendo en alto el saludo permanente.
Así que una fría mañana de invierno llegaron a la vieja casa ubicada en una esquina arbolada, en diagonal a la iglesia, frente a la plaza de Villa Ruiz. La mudanza fue rápida, no había muchos muebles que acomodar. Pero había que ingeniárselas para sobrevivir, ya que el trabajo escaseaba, por lo que instalaron una tienda en la habitación que daba al frente. Allí plantó Teresa su máquina de cocer y con sus 15 años se convirtió de a poco en la modista del pueblo. Era tan hábil y creativa que los trapos se transformaban en lo soñado para cualquier chica o mujer del pueblo. Todas recurrían a Teresa para lograr generar envidia, presumir o enamorar.
Fue así que esta muchacha de tez blanca y ojos verdosos, menuda como un duende, inquieta, decidida y de tono autoritario logró convertir el lugar en un taller de costura donde no sólo se cosían prendas: allí se sabía y se discutía la vida de todo el pueblo. Por eso esa tarde el tema de conversación fue la estación de trenes y el primer viaje hacia la capital como tren estatizado.
Corría el año 1947 y el "Federico", como se lo llamaba al ramal Urquiza, festejaba ser al fin del pueblo. Había nacido allá por 1897 tirado por caballos, Tranway Rural, pasó más tarde a locomotora a vapor y ese día era de la gente. Pero a pesar de la alegría festiva por el acontecimiento histórico que vivía la comunidad de Villa Ruiz el tema preponderante entre las muchachas era la masculinidad de Juan, el jefe de la estación. ¡¡Todas morían por él!! La intriga por ese hombre crecía en Teresa, eso era nuevo para ella. El mandato familiar estaba tan arraigado en su mente que nunca se había atrevido a pensar y mucho menos a mirar a un hombre. Como hija mujer primero estaba coser, atender y ayudar a su padres. Para amoríos estaba su hermano, así que lo suyo era solo un sueño, tan íntimo que ni siquiera intentó comentarlo con las jóvenes que concurrían su taller.
Y así como llegó el tren a Villa Ruiz, llegó el amor a la vida de Teresa. Cuando Juan la vio por primera vez ya había decidido que sería su mujer. Así que se brindó entero, la agasajó, la conquistó, le ofreció el mundo. Se encontraban a escondidas, se besaban como delincuentes, robaban pasión y se escapaban corriendo por temor a que los descubrieran y los despojaran del botín.
Teresa luchaba con sus miedos, con su desvalorización femenina, sus derechos reprimidos, su sumisión, su deber de hija. Se debatía con la culpa del abandono filial si algún día tenía que optar por un hombre, una familia propia. Pasaron los años, Teresa no había logrado superar sus temores y Juan, por terror a perderla, seguía amándola en la clandestinidad. Corría la década de los 90 cuando la política truncó el amor. Muchos ramales ferroviarios, sobre todo los pueblerinos, se cerraron. Juan debía volver a la Capital y fue contundente con Teresa: irse juntos o el final de ese amor añejo.
Se fue el tren y se fue Juan para no volver nunca. Pero en Villa Ruiz quedó la Vieja y amarillenta estación que aún hoy sobrevive y Teresa, trasparente, arrugadita, cansada y sola con sus 90 años, esperando un amor y un tren que jamás volverán a pasar.
Así que una fría mañana de invierno llegaron a la vieja casa ubicada en una esquina arbolada, en diagonal a la iglesia, frente a la plaza de Villa Ruiz. La mudanza fue rápida, no había muchos muebles que acomodar. Pero había que ingeniárselas para sobrevivir, ya que el trabajo escaseaba, por lo que instalaron una tienda en la habitación que daba al frente. Allí plantó Teresa su máquina de cocer y con sus 15 años se convirtió de a poco en la modista del pueblo. Era tan hábil y creativa que los trapos se transformaban en lo soñado para cualquier chica o mujer del pueblo. Todas recurrían a Teresa para lograr generar envidia, presumir o enamorar.
Fue así que esta muchacha de tez blanca y ojos verdosos, menuda como un duende, inquieta, decidida y de tono autoritario logró convertir el lugar en un taller de costura donde no sólo se cosían prendas: allí se sabía y se discutía la vida de todo el pueblo. Por eso esa tarde el tema de conversación fue la estación de trenes y el primer viaje hacia la capital como tren estatizado.
Corría el año 1947 y el "Federico", como se lo llamaba al ramal Urquiza, festejaba ser al fin del pueblo. Había nacido allá por 1897 tirado por caballos, Tranway Rural, pasó más tarde a locomotora a vapor y ese día era de la gente. Pero a pesar de la alegría festiva por el acontecimiento histórico que vivía la comunidad de Villa Ruiz el tema preponderante entre las muchachas era la masculinidad de Juan, el jefe de la estación. ¡¡Todas morían por él!! La intriga por ese hombre crecía en Teresa, eso era nuevo para ella. El mandato familiar estaba tan arraigado en su mente que nunca se había atrevido a pensar y mucho menos a mirar a un hombre. Como hija mujer primero estaba coser, atender y ayudar a su padres. Para amoríos estaba su hermano, así que lo suyo era solo un sueño, tan íntimo que ni siquiera intentó comentarlo con las jóvenes que concurrían su taller.
Y así como llegó el tren a Villa Ruiz, llegó el amor a la vida de Teresa. Cuando Juan la vio por primera vez ya había decidido que sería su mujer. Así que se brindó entero, la agasajó, la conquistó, le ofreció el mundo. Se encontraban a escondidas, se besaban como delincuentes, robaban pasión y se escapaban corriendo por temor a que los descubrieran y los despojaran del botín.
Teresa luchaba con sus miedos, con su desvalorización femenina, sus derechos reprimidos, su sumisión, su deber de hija. Se debatía con la culpa del abandono filial si algún día tenía que optar por un hombre, una familia propia. Pasaron los años, Teresa no había logrado superar sus temores y Juan, por terror a perderla, seguía amándola en la clandestinidad. Corría la década de los 90 cuando la política truncó el amor. Muchos ramales ferroviarios, sobre todo los pueblerinos, se cerraron. Juan debía volver a la Capital y fue contundente con Teresa: irse juntos o el final de ese amor añejo.
Se fue el tren y se fue Juan para no volver nunca. Pero en Villa Ruiz quedó la Vieja y amarillenta estación que aún hoy sobrevive y Teresa, trasparente, arrugadita, cansada y sola con sus 90 años, esperando un amor y un tren que jamás volverán a pasar.
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