Un día normal, un lunes por la mañana, Sumire se dirigió a la Universidad a cursar la última materia para obtener su título de Licenciada en Psicología. Era un lunes igual a todos los lunes, después de un fin de semana aburrido: últimamente sus fines de semana no tenían mucho de pintoresco, sólo arreglaba el jardín y terminaba viendo una serie con su perro Pucco. Sus padres habían muerto en un accidente automovilístico hacía unos meses y el ánimo no le daba para mucho más. Tenía pocas amigas y nunca había tenido novio y, la verdad, eso no le interesaba.
Como siempre llegó a la facultad y se sentó en uno de los primeros bancos. Los lunes tenía que escuchar al Sr. Pong, un hombre correcto, respetuoso y terriblemente aburrido. Pero ese día en su lugar entró una mujer de unos 40 años, diminuta, suave, con piel de papel de arroz, una sonrisa luminosa y una corona de cabellos transparentes. Su voz era clara y segura y se presentó como la Sra. Ali Heng. Fue en ese preciso momento cuando Sumire supo que esa mujer de mirada clara se había instalado para siempre en su vida.
Los lunes pasaron primero con pequeños acercamientos, luego fueron charlas interminables, más tarde cafés. Quizá el haberle contado de su soledad fue el principio de una amistad y así como Sumire desnudó su alma, Ali comenzó a contarle sobre sus sentimientos: estaba casada y no era feliz.
Sin querer, comenzaron a rozarse, a mirarse, a reírse y a llorar juntas. Sin querer, empezaron a extrañarse y, sin querer, Sumire entró en la vida de Ali y Ali en el corazón de Sumire. Buscaron excusas para encontrarse los fines de semana, que ya no resultaron aburridos. Los roces pasaron a ser caricias tímidas y pronto la pasión las envolvió.
Hasta que un lunes, en que Sumire esperaba sentada en primera fila, Ali no llegó. No contestaba el teléfono. La noche del domingo había notado su voz temblorosa y triste.
La muchacha corrió hacia la casa de Ali, se paró en la vereda de enfrente, no se animó a tocar a la puerta. Luego de un tiempo que se le hizo eterno vio salir a un hombre. "Debe ser el marido" pensó. Se acercó, se presentó como una alumna e intentó averiguar qué era lo que estaba ocurriendo. El hombre, al que ella había imaginado monstruoso y al que llegó a odiar, la miró y con los ojos llenos de lágrimas habló. Sumiere sólo escuchó palabras sueltas: enfermedad, incertidumbre, tiempo, médicos, vida.
Nada ni nadie la separaría de Ali. Durante un mes Sumiere vigiló su sueño intranquilo, en ese hospital que era testigo mudo del amor infinito entre ellas. A pesar de que la enfermedad iba debilitando el cuerpo de Ali, la presencia de esa muchacha joven que recién empezaba a vivir le inyectaba fuerzas y fe.
Hasta que un lunes caluroso de febrero, Ali abrió sus ojos, miró a ese hombre que había vivido con ella durante años. Miró a Sumire, esa joven que le había despertado los sentidos. Y señaló hacia la ventana: una estrella fugaz emitía una luz que atravesaba el cielo manchándolo de azul.
Sumiere observó el brillo de los ojos de Ali que de a poco se fue apagando. Tomó su mano, giró la cabeza y contempló a ese hombre que nunca sabría que su esposa amaba perdidamente a esa chica que lloraba desconsolada del otro lado de la cama de hospital.
Es increíble, pero todos los lunes llega a la ventana de la casa de Sumiere un pajarillo de plumaje suave y con una corona transparente como la cabellera de Ali, que con su canto viene a despertarla.
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