Comenzó
su día, como lo hacía habitualmente: café negro, una fruta y una llamada
telefónica. Llamaba,
escuchaba la voz y cortaba. Era su manera de saludar a un amor que la tenía
obsesionada. Compañera de facultad, bastante mayor que ella (cosa que no le
importaba) y comprometida. La había visto encontrarse con un hombre los viernes,
al salir de las clases.
Sumire
era tímida, poco demostrativa y nunca se había animado a hablarle.
Llegó el viernes y el caballero no vino a esperar a Judith (así se llamaba). Sentada
en un banco de la plazoleta que se encontraba frente a la facultad, Sumiré vio
a Judith esperar un momento y luego dirigirse hacia ella. Pensó que se le iba
a detener el corazón. ¿Qué le diría? Nunca le había hablado, ni siquiera un "hola" al pasar.
Era
ya tarde, de noche cerrada, pero a Sumire le pareció el cielo más hermoso y el
titilar más brillante de las estrellas. De la luna ni hablar. Era una ocasión muy
esperada, no podía dejarla pasar.
—Hola, ¿cómo estas? ¿Te molesta si me siento a tu lado? Esperaba a alguien, pero se ha retrasado parece. Me llamo Judith, te he visto en clases, tu nombre es…
Sumire enmudeció por un momento.
—Si si, perdón mi nombre es Sumire, sentate no hay problema.
Se miraron fijamente, una mirada mágica, como si sintieran la necesidad de no hablar, tan solo mirarse. Algo en el aire fresco de la noche, parecía abrazarlas para siempre. Sumire rompió el silencio.
—Hace tiempo que quería hablarte, pero, no me animaba. Y ahora que estamos aquí, frente a frente, te lo voy a contar. Desde que te conocí, sentí algo especial hacia vos, creo que te amo.
Judit, no pudo reaccionar, se levantó y se alejó.
Sumire
lloró tanto que la luna oscureció la noche y ya no había estrellas. Se levantó
y decidió regresar a su hogar. Ya no la llamaría. Dejaría la facultad. Seria
para ella un martirio verla, además de que se sentía terriblemente avergonzada.
Pasaron
los días. Pensó mucho en lo que había ocurrido. Y un día decidió que ya no se
escondería más, que otro amor podría surgir y que ella era Sumire y la
deberían aceptar como era.
Retomó la facultad, no volvió a ver a Judith, tal vez no se atrevía a verla. No le
importó.
Un
día alguien se sentó a su lado.
—Mucho gusto, me llamo Claudio y soy gay. Espero que no te importe.
Sumire sonrió. Desde ese día tendría un amigo. Todo había cambiado. Era ella por fin.
—Mucho gusto, me llamo Claudio y soy gay. Espero que no te importe.
Sumire sonrió. Desde ese día tendría un amigo. Todo había cambiado. Era ella por fin.
Pasaron
unos meses, Sumire desayunaba tranquila, preparándose para salir. Sonó el
timbre, abrió la puerta y allí estaba Judith, con una rosa en la mano.
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