Fotografías - Fabiana



A veces creemos que nuestros hijos serán nuestros para siempre.

Tal vez deberíamos prestar atención a los días "ordinarios", esos que comienzan con pan tostado y terminan viendo películas.

Entre ellos, están los días en que mis hijos jugaban a la carpita, comían helado por los cachetes y jugaban en las hamacas. Tardes con manguera y barro, amasando pizza, que terminaban en mi cama, en noches de cine con pochoclos.

Cuando mi primera hija, Yamila lloró en la puerta del jardín, pensé que siempre lloraría al separarse de mí. Pero todo sucede por etapas y a su tiempo. Entonces los problemas me parecían enormes: las otitis supuradas de Lucas, el partido perdido de fútbol, las peleas entre hermanos por celos, las tareas del colegio. Pero en general, el mundo en que vivíamos y la familia que construimos hizo sentir que la infancia era sólida y duradera.

Lo más lindo de esa etapa fue acunarlos en mis piernas cuando olían a perfume de bebé y a pelo recién lavado. El beso, los cuentos, sobretodo el de Caperucita que Yamila me hacían repetir una y otra vez porque yo le había cambiado el final: "Abuelita, qué dientes tan grandes tienes, para comerte...", ¡¡y ahí venían las cosquillas de mamá!! No olvidaré mientras viva sus caritas esperando que llegara esa parte para que les besara la panza. A Lucas le gustaba el de los tres cerditos y se reía cuando el lobo le soplaba la cara. Y dejarlos en su cuarto era por poquito tiempo, porque siempre amanecían en el nuestro. Me preocupaba que si no les leía un cuento antes de dormir, no los motivaría a leer, y me entristecía si discutían por el turno del juego como si fueran a pelear por el resto de sus vidas.

Todas las etapas llegan a su fin y la pelota dejó de volar por el jardín. Los juegos de mesa se llenaron de polvo. Regalé la bañera de plástico, la sillita de comer, el andador, el tobogán. La puerta del cuarto, que siempre estuvo abierta, de pronto se cerró. Un día, al cruzar la calle, estiré el brazo para alcanzar la manito que siempre estuvo ahí para agarrar la mía y mí bebé de trece años caminó un par de pasos atrás, pretendiendo no conocerme. 

El hijo que cargué y cuidé se ha transformado en un joven de un metro ochenta. Me pregunto si lo estaré haciendo bien, pues ya no hay marcha atrás. Las charlas de sobremesa me asombran, escuchar sus opiniones, defender sus ideas. Hago lo que puedo, como puedo: lleno el freezer, negocio permisos, dejo de asistir a los partidos e ignoro el cuarto desordenado.

Aprendí a usar el celular para hablar con ellos. Rezo por ellos. Mis noches de sueño son noches de alerta. Me hice experta en leer entre líneas, en interpretar miradas. Me preguntan "¿puedo, ma?" y de pronto estoy de frente a una verdad que sabía desde hace tiempo y no quería enfrentar. Ahora mis bebés no necesitan ni que le prepare la mochila, ni que les cierre la campera. Sólo necesitan mi confianza, mí apoyo, mí amor incondicional. Sigo besándolos aunque tenga que ponerme en puntitas de pie para alcanzarlos, sigo rezándole al ángel de la guarda para que no deje solos a mis bebés ni de noche ni de día .

No puedo cambiar el crecimiento de mis hijos, pero puedo cambiar mí actitud ante ello, en vez de decir lo que deberían corregir, pienso en lo superado y logrado por cada uno. Abrazo a mí pequeño de 1.80 metros de estatura, a punto de recibirse de profesor de Educación Física y a mi bella hija con su guardapolvos de maestra jardinera (los dos docentes: algo habré dejado en ellos) para decirles al oído que los extrañaré mientras salen a vivir sus vidas .

El torbellino de los cajones revueltos y las perchas caídas en la búsqueda de una remera al son de la música fuerte... Se van  yendo de la casa, reina una nueva clase de silencio. El litro de leche se vuelve agrio, la comida sobra, pero ya no tengo hambre. Nadie me pide que lo lleve a ningún lado.

Entonces miro a mi marido, sentado a la mesa de la cocina, que de pronto se hizo muy grande para dos, y me pregunto cómo es que todo pasó tan rápido. Mi biblioteca está llena de álbumes con veintiséis años de fotos: cumpleaños, vacaciones,  partidos, graduaciones y navidades. Sin embargo, los recuerdos que más deseo atesorar, los que desearía volver a vivir, son los momentos que nadie pensó en fotografiar. Esos ratos que pasaban a diario entre la cocina y mi cama. Desayunar en pijamas y acurrucarnos a ver una película al final del día.

Me tomó mucho tiempo darme cuenta, pero definitivamente el más maravilloso regalo que me ha dado mi familia, el que compone mi más grande tesoro, es el regalo de esos lindos y perfectos días "ordinarios".

En fin, estoy pensando qué regalarles el domingo, porque para mí fueron, son y serán eternamente mis niños...

 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Reflexión final - Fabiana

Este año viví, y creo que no fui la única, todos los estados de ánimo. Tuve días de alegría, de esperanza, de paz, pero fueron muchos los qu...