Ellos dicen que me compraron para llenar ese espacio del living que quedaba bien ocuparlo con un mueble pequeño. Yo sé que mi misión es distinta y que, aunque no lo hagan consciente todavía, estoy destinado a ser el objeto preferido en el mejor lugar.
Yo soy ese sillón de patas de madera claras y finas (“escandinavo” dirá el arquitecto), gris ("de color neutro” dirá ella), con un almohadón maíz (“gold” dirá el decorador) que los va abrazando dichoso, sintiendo el peso de su cuerpo y de su alma. Sé de días de alegrías y también de tristezas, de momentos de charlas profundas y de lo cotidiano.
La veo venir abriendo las ventanas, arrastrando las pantuflas y en piyama, con el celular que acaba de encender. Se sienta con cuidado, acomoda ese almohadón para un lado y para otro, más arriba y un poquito más abajo justo en la cintura. La siento reír con algún chiste o con las fotos, también maldecir, mirar el Whatsapp y el correo. Después, la lectura rápida de los títulos del diario. Y finalmente, dejar el teléfono sobre la mesa ratona, cruzarse de piernas, adivinar la temperatura de afuera observando cómo se mueven los pinos de enfrente y el ajetreo de las cotorras y palomas y repasar durante 5 o 10 minutos: el día que está empezando. Ahora si, se va a levantar, pasar la mano estirando mi tapizado e irá a preparar el desayuno.
Con él es distinto, me busca en las horas de la tarde y lo primero que hace es tirar el "gold" al piso, porque necesita espacio para desparramarse encima mio con su libro a cuestas. Este hombre lee con gran concentración así que sé que puede estar mucho tiempo en esa posición, nada lo distrae. Hasta que de repente su cuerpo se vuelve más pesado, su brazo cae flojo sobre mi asiento lo mismo que el e-book, que además tendrá que esperar que su dueño haga una siesta rápida.
A última hora, cuando ya estén las cortinas cerradas, sé que ella va a dejarse caer sobre mí, acomodándose para una última lectura y empezaremos a disfrutar ambos de la penumbra y el silencio de la casa.
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