La casa embrujada - Silvia

Viernes 13

Todavía no eran las seis de la tarde, pero en los finales del invierno a esa hora casi no entra luz por las ventanas del chalecito del bosque. Los menores de la casa se habían quedado solos mientras los tíos llevaron a los más grandes a una matiné.

¿¿¿Justo ahora se viene a cortar la luz??? Empiezan las risitas nerviosas. Ninguno quiere reconocer que la cosa le causa más miedo que gracia.

Uma propone jugar a la “Ouija”. Tenía alguna idea de cómo era el juego porque había espiado a su hermana jugando con los amigos de la escuela una vez, una sesión que realmente duró muy poco porque en cuanto su mamá entró a llevarles unos panchitos y los vio les dijo a los gritos que eso estaba “totalmente prohibido en esta casa”. 

Es un curioso mecanismo ese de tapar el miedo con algo que da miedo, pero así funciona a veces con los púberes y esa podría ser una explicación del éxito que tiene el género terror en el mercado del entretenimiento.

Los adultos vuelven cuando era noche cerrada, pero había regresado la electricidad, por lo que no tardan en notar el completo desastre que estaba ocurriendo en el living. Si bien los tres chicos corrían de un lado a otro intentando poner las cosas en su lugar, no les alcanzaban las manos para juntar los cientos o más bien cientos de miles de moras y frambuesas que se amontonaban por todos lados. Era como si un tornado (sería un tornado al revés) hubiera sacudido todos los árboles de alrededor y tirado toda su fruta ahí, adentro de la casa.

En su diligencia no hacen más que empeorarlas cosas, pues corren y pisan las frutas, haciendo que el enchastre amenace quedarse ahí para siempre. Ahora no sabían si seguir limpiando, si pararse a explicar lo que no tenían ni idea de cómo explicar ante las preguntas, gritos, promesas de prohibición de salidas y la pérdida de vaya a saber cuántos privilegios más.

Finalmente se van todos a dormir, sentenciados a continuar al día siguiente removiendo las manchas imposibles que la fruta dejó en los pisos de madera y en los muebles (los tapizados de los sillones ya eran causa perdida –todos los almohadones a la basura! - lloraba la tía Claudia).

Tobías es el más callado de los tres primos. En la escuela muchas veces lo cargan y dicen que es un nerd. Es cierto que tiene una memoria sorprendente y una facilidad enorme para recordar sobre todo las fechas, pero también nombres y hasta los diálogos completos de algunas películas. Mientras trata de dormir —el enojo y la frustración por el reto recibido, por el susto que todavía no se va, lo tienen despierto mirando el techo— no puede dejar de repasar mentalmente cada una de las preguntas que le hacían a la Ouija, así como las respuestas que ésta les daba:

—¿Cuántas materias me voy a llevar? 

—Cuatro

—¿Cómo se llama el chico que me gusta? (la pregunta testeo que hizo Uma para chequear el juego)

Cuando llegó al final de la reconstrucción saltó de la cama y, tratando de no despertar a nadie, fue corriendo a buscar la tablet. Rápidamente entró a la aplicación para jugar a la Ouija (la noche anterior habían usado papelitos dispuestos en círculo sobre el piso, a la manera “antigua“ porque con la luz cortada no había wifi). Volvió a escribir la pregunta, aquella, la última antes del desastre. Sólo que ahora no se iba a equivocar (¿Por qué no les había hecho caso a los chicos ayer? "Es con ve corta, animal!", le decían).

—¿Este año querrán que vaya adentro? (ya estaba bastante cansado de que en todos los festivales de la escuela lo engancharan para cobrar las entradas y se perdía toda la diversión).

Cuando se levantaron el sábado a la mañana, la tía Claudia estaba terminando de cortar el pan para hacer las tostadas. Dio algunas instrucciones, como de costumbre repartió las tareas que le tocarían a cada uno, pero no figuraba ninguna relacionada al rasqueteo de pisos ni fregado de tapizados.

No había en su expresión ningún rastro de enojo.

El living estaba impecable.

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