Sputnik - Claudia

Cuando su brazo rodeó mi cintura. La diferencia de edad cayó al suelo con nuestras ropas, mientras el anillo, que había dejado sobre la mesa de noche, nos observaba. El nombre de mi esposo, grabado en él, me castigaba. Aun así tenía la necesidad de abrir mi piel, como si fuera un abrigo, para guardar ese cuerpo amado que ahora me acariciaba. 
En un recoveco de nuestra consciencia habíamos ocultado mi realidad y las lágrimas huían sigilosas entre mis gemidos.

—No llores, Myü. Te amo. Eso es lo que importa —me dijo al oído. 
—Soy feliz, Sumire. Llegué al cielo, no quiero volver.

Nunca regresamos por los corazones que dejamos en Saint Tropez aquella primavera del 2000.

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