Una noche en la tierra de los muertos
Esto sucedía en la ciudad de Santa Cecilia, en Padova. Marcela pensaba.
Ese día fue todo distinto. No entendía nada, pero quería irme lejos. No me sentía segura de todo lo que estaba por venir. Pensaba en los últimos finales, en todas las compras, en el arreglo del departamento. Me encantó desde el principio, pero lo había imaginado para mí sola. No quería compartir ni siquiera el baño, ni el balcón grande, aterrazado. Podría tener un perro y algunas plantas, no muchas.
Llamé a Vanina y le dije que necesitaba hablar con ella. Vino rápido y solícita para apoyarme en todo lo que necesitara. Le confesé que no podía continuar con todo y que necesitaba hacer algo rápido, ya. Inventamos una historia, la pusimos en práctica. Y ya estoy en el otro mundo.
Mientras tanto, del otro lado de la ciudad, Giovanni...
Nervioso, de un lado al otro, parecía estar esquivando bultos. Se sirvió un gran vaso de whisky y lo dijo finalmente: "No puedo seguir con esto. Mi libertad no tiene precio". Su amigo Enzo lo miró sin entender y le pregunto:
—¿Qué te pasa?
—Muy simple: no me pienso casar. Quiero disfrutar mi vida de soltero, tener la vida que llevo ahora. Cada uno en su casa, vernos siempre que queremos y hacer nuestra vida. Y cada uno de regreso a su refugio. Hay que pensar en algo.
Y lo hicieron.
Al día siguiente, la familia y los amigos de ambos, Marcela y Giovanni, lloraban mientras recibían mensajes cruzados de los amigos y familiares.
Mientras tanto, Marcela, en la costa Dalmata, disfrutaba de una playa increíble con su amiga Vanina, pasando un día fantástico, alucinante. Por la noche, regresaban al hotel, porque pensaban salir a bailar. Al mismo tiempo, Giovanni y Enzo, en un lugar cercano a Portofino, se disponían a planear algún divertimento.
En el mismo instante, ambos recibían la noticia de la muerte del otro. Marcela no podía creer semejante barbaridad, se sentía acongojada y muy triste, angustiada. Giovanni se sentía perdido, confuso, desesperado ante semejante noticia.
Lógicamente, ambos habían sido responsables de su propia muerte. Ambos habían decidido abandonar la vida, para no casarse. Habían querido librarse de una vida en común mintiendo. Pero ambos se sentían tan mal que no sabían qué hacer.
Pasaron dos días pensando en sus paseos, en sus viajes, en las horas pasadas juntos y cuánto habían disfrutado todo eso. Era tanto el sufrimiento de ambos, que se hacía imposible continuar una vida normal. Pensaban en volver a ver nuevamente a su ser amado y la única solución era visitar ese misterioso lugar que existe y al cual...
Solicitaron visitar la tierra de los muertos: deseo concedido, chicos, vayan y disfruten.
El lugar estaba lleno de colores, la naturaleza era burbujeante, exuberante, misteriosa, pero no tanto. Caminando te encontrabas con gente amable, gentil. Nada que ver con los círculos tristes y amargados del Dante en La divina comedia, en donde se seleccionaban los pecados y se ubicaba a la gente por categoría.
Giovanni entró por el sur, penosamente, pero se asombró de la alegría del lugar. Marcela, muy aconjogada, se asomó por el norte y observó todo con dudosa actitud. Se encontraron en el camino, se miraron a los ojos y fue tanto el amor que sintieron, que fluyó entre ambos. No podían hablar, sólo mirarse y darse cuenta de la estupidez que habían cometido. No hablar, no explicar. Sólo desaparecer. La ausencia es simplemente una negación. En ese momento solo pudieron mirarse. Apenas tomarse de las manos.
Cuando descendieron, si estaban arriba, o ascendieron, si estaban abajo, pudieron colmarse de abrazos, besos y caricias a granel sin explicaciones. Sólo después de un tiempo, ya repuestos pudieron reconocer sus acciones y comprender cuánto de bueno había sido la decisión de ambos con esa noticia de muerte. Resurgir y tomar la vida con una nueva y absoluta decisión inquebrantable de continuar juntos en la ruta de la vida.
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