Corría el año 1932. Llegaba con mi familia a un país afectado por la crisis económica del '30, con grandes masas de inmigrantes pobres llegando en barcos. Aquí en Argentina nos esperaba el hermano de mi madre, el tío Antonio, que nos llevaría a un lugar rodeado de campos y chacras. Yo era una niña de cinco años. El viaje había sido muy difícil y largo. Mí tío nos llevó a su casa que quedaba en la calle Arredondo al 3000. Más tarde mi padre construiría una casita en ese mismo terreno que era inmenso.
Antonio le había conseguido a mí papá un trabajo en la quinta de los Farm, para criar chanchos, y para mamá, un empleo de doméstica. Recuerdo que el día que mí madre se presentó a su nuevo trabajo, me llevó con ella, como lo haría en varias oportunidades .
Mis ojos no podían creer lo que veían. Estaba frente a un castillo de cuentos de princesas, un cartel que decía "Quinta Ayerza" nos recibió. Era una construcción de estilo neoclásico francés ubicada en la calle Pedro Goyena al 1900. La quinta tenía 15 hectáreas. En ese entonces, al lugar se lo conocía como "la Córdoba chica". Ahí trabajó mí madre durante varios años, los dueños eran una familia de médicos que se habían instalado allí debido a que varios miembros de la familia sufrían de asma. También recuerdo que ese año se hablaba del secuestro de uno de sus hijos.
Con el paso del tiempo, mí padre consiguió un trabajo de obrero en la fábrica FAPESA y mi madre se quedó en casa haciendo las tareas del hogar y cuidándonos a mi hermano y a mí. Mi infancia transcurrió entre árboles frutales que de vez en cuando se convertían en hamacas o en dulces. La escuela n°7, que quedaba a pocas cuadras, y los juegos en la calle en ese entonces eran la casa de todos los chicos del barrio.
En 1947 me recibí de maestra y dos años después, en un baile de Carnaval, conocí a Carlos, el que sería mí compañero de vida. Nos casamos en la Iglesia de Pompeya. Tuvimos dos hijos, Daniel y Mariana. La vida fue generosa conmigo: me dio alegrías, algunas tristezas y caídas, pero una fuerza increíble para siempre levantarme.
Ese Castillo en el que mis sueños de niña me transformaban en princesa, se vendió el año que mi hijo menor cumplía cuatro años, en 1958, a la Congregación Oblatos de María y allí se construyó el colegio Inmaculada.
Las vueltas de la vida hicieron que hoy, aquí sentada, con plata en mis cabellos, arrugas en mi rostro y varios años encima, me encuentre esperando que comience el acto de graduación de mi nieto Lucas. Delante, el escenario y de fondo, el Castillo, testigo de varios juegos de escondidas y de mi primer beso inocente a los 11 años, detrás del naranjo con el hijo menor de los Ayerza.
Castelar fue y es mi lugar en el mundo, con su clásica rotonda, sus casas pintorescas, la Estación del tren y el recuerdo de mi familia. De las Navidades llenas de primos y mucha comida, el almacén de Don Carlos, la farmacia Ferrán, la Ferretería Pisano, la Plaza de los Españoles y, por supuesto, mi pequeña casita de la calle Arredondo .
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