Cuando Sara pasó los 30 años, las heridas de una mala praxis paternal comenzaron a supurar. Tenía una vida chata y casi ermitaña.
Cierto día, volviendo del trabajo, vio en el umbral, acurrucado y temblando, un perro que gemía suavemente. Ambos tuvieron miedo del otro. Ella dio la vuelta y entró por la puerta trasera. La situación se repitió cada noche. Sara le dio comida y agua (por humanidad le dijo), pero nunca lo dejó entrar, ni lo acarició. Ni siquiera le dio un nombre. Él jamás corrió a su encuentro o movió la cola demostrando alegría al verla.
Llegaron las vacaciones y ella se fue a la costa. A su regreso, lo encontró en su puerta, como la primera vez. Se miraron un rato largo y después el animal se fue para siempre. Sara no lo extraño. Eran historias similares, demasiadas heridas, demasiadas cicatrices.
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