Giró el cuchillo en el estómago de la víctima. Se quedó de pie, esperando. Minutos después, tomó el arma y vio que no había necesidad de limpiarla. Esa sensación de alivio llegó como en los otros casos. Pero había más, muchos más y se preguntó si sería capaz de acabar con todos, si podría encontrarlos. Las dudas se disiparon al dar la vuelta: tres personas inodoras y sin sangre avanzaban hacia él. Sacó el cuchillo de entre sus ropas y corrió, cortó la garganta de dos, se agachó de inmediato para encontrar los tendones de aquiles del otro, que cayó de rodillas.
En el laboratorio, los médicos buscaban el antídoto. Analizaban la sangre, mezclaban componentes químicos. Los anti febriles tenían el efecto contrario.
—Doctor, ¿pudo averiguar algo? —dijo el hombre mientras guardaba su arma.
—Necesito más tiempo. Hasta ahora sabemos que la temperatura corporal aumenta pero antes de convulsionar, la persona se duplica, esto controla la fiebre. Lo cierto es que no podemos hablar de contagios. Todo empezó en las cárceles y luego en la población. Pero es gente mala. Científicamente es imposible, lo sé.
—¿Germinan la maldad? Tengo que irme. Doctor, haga su mejor esfuerzo.
La ciudad era un caos. Él era un guerrero y debía proteger. Al amanecer las calles olían a sangre.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario