Parafraseando a mi abuela diría "no hay peor tonto que el que no quiere entender”. Yo sabía que lo que me decía Carlitos era una apuesta muy loca, pero… La estupidez, el miedo y la pereza suelen ir de la mano.
Éramos amigos desde la primaria, él siempre tenía la solución a todos los problemas, sabía cómo convencer a otros para jugar y para salirse con la suya. Un audaz para muchas cosas. Una verdadera habilidad que yo nunca tuve por lo que me quedaba cómodo seguir sus ideas.
Así fue como después de un tiempo de que había muerto mi tía Raquel, que nos había dejado de herencia su vieja casona a mi hermana y a mí, apareció mi amigo con una propuesta. Cecilia, mi mujer, puso el grito en el cielo (nunca le habían gustado las formas de Carlitos, estaba en las antípodas de sus pensamientos y valores).
Carlos, me contó que se había quedado sin trabajo hacía casi un año y que andaba buscando algo para completar su jubilación. Se le había ocurrido, después de pensarlo y hablarlo con muchos de sus amigos influyentes, que la casa de Raquel era un “negocio redondo”. El tamaño y la ubicación eran inmejorables, había que acondicionar un poco las instalaciones, pintarla, acomodar los baños y se podía transformar en cinco o seis consultorios para alquilar, porque había mucha demanda. Él conocía gente de la municipalidad para que la habilitaran, también de Rentas de la Provincia y hasta algún policía con cargo en la seccional correspondiente para que cuidaran. Se reservaba la administración del negocio y las rentas para nosotros.
Repito, soy un tipo cómodo que no piensa mucho más allá de lo inmediato, así que me pareció perfecto, pese a las caras de Cecilia y los lamentos de mi hermana cuando le dije que había que poner algo de dinero para las refacciones. Entonces, Carlitos me convenció de que lo pusiera yo y después se lo descontara de los alquileres.
La obra empezó antes de que lográramos la habilitación. Todo parecía un poco más lento de lo calculado, pero seguimos adelante. Así, descubrimos que había que cambiar varios tramos de techo, las conexiones de agua y gas para los baños (hubo que hacerlos de nuevo), la instalación eléctrica y varias cosas más. Mientras tanto, mi mundo cotidiano se iba transformando: mi mujer ponía cara de “te lo dije” cada vez que Carlos me pedía plata para alguno de sus “contactos” y para albañiles, plomeros, electricistas, etc.
Seguimos un tiempo así hasta que me llegó una intimación y clausura de la municipalidad por hacer una obra que no estaba aprobada. Entonces mi mujer se fue a vivir a lo de sus padres, mi hermana se peleó conmigo porque en el pueblo la señalaban como “tramposa” y yo perdí gran parte de mis ahorros. Eso sí, no estoy solo. Carlos se vino a vivir a casa porque no perdemos las esperanzas de completar ese fantástico negocio.
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