Delicia
A mis diez años, mi familia compró una casa en la Capital (vivíamos en Santa Fe) y nos mudamos.
Mi mayor tristeza era la de dejar mi escuela y alejarme de mis amigos. Mi madre me consolaba:
— Harás nuevos amigos, ya verás. No sólo viviremos mejor, también estaremos en nuestra propia casa, y tu padre ganara más dinero, te acostumbrarás, lo prometo —me decía.
Llegó mi primer día en la nueva escuela. Recuerdo que ingresé temblando, no conocía a nadie. Y fue cuando la vi, era hermosa. Ojalá esté en mi grado, pensé. Y sí, la suerte estaba de mi lado, compartiríamos el aula, la maestra y a mis nuevos compañeros. No me importaba nada más.
Cabello rojizo y rizado que le caía sobre los hombros, ojos azules y una piel tan blanca como una hermosa nube en un día soleado.
—Tenemos a un nuevo compañero, démosle la bienvenida —dijo la maestra y, uno a uno, se fueron parando y diciendo su nombre. Yo no los escuchaba, tan solo quería saber cómo se llamaba ella.
—Soy Delicia y te doy la bienvenida —expresó.
Y sí, no podía llamarse de otra manera, pensé, era una verdadera delicia. Pero ella se sabía hermosa y era muy engreída. Intenté, varias veces, acercarme para conversar, pero se alejaba y se dirigía a su grupo de amigos, en su mayoría niños que la rodeaban como abejas a la miel, mientras ella, continuamente, se arreglaba el cabello y sonreía. Se sabía halagada.
A mi regreso a casa, mamá preguntó:
—¿Cómo te fue en la nueva escuela, ya hiciste nuevos amigos?
Solo atiné a decir:
—Una delicia, una verdadera delicia
—Te lo dije —respondió mamá.
Llegó la fiesta de fin de año. Delicia y yo participaríamos del acto. El mejor momento para invitarla a salir en vacaciones. Para mi sorpresa, aceptó.
—Nos reunimos todos en el club, vamos a pasarla muy bien, verás —respondió.
Le comenté que yo practicaba natación. Ella también. Y así fue como en vacaciones, nos hicimos inseparables. Pasaron los años, el fin de curso llegó y el comienzo de la escuela secundaria. Continuaríamos juntos, pensé. Pero no, ella quería ser maestra y yo ingresaría a la escuela técnica.
Me animé y le dije que me gustaba desde el primer día en que la vi.
—A mí también me gustas mucho —respondió. Y ahí no más, el primer beso. Esperaba una bofetada, pero no.
—Te quiero, los otros son unos pesados, en cambio, vos siempre fuiste muy respetuoso —me dijo. En ese momento, creí tocar el cielo con las manos. Supe que ella sería mi esposa.
Nos veíamos todos los fines de semana, era una relación perfecta.
Un día, me llamó y me dijo que ese fin de semana no podíamos vernos. Que el padre era viajante y que esta vez lo acompañaría. Y así fue como nos empezamos a ver cada vez menos. Estaba desesperado. Le ofrecí casamiento.
—Somos muy jóvenes aún, no me lo permitirán, al menos hasta que cumpla los 18 años. Además, me encanta viajar con papa, los fines de semana —fue su respuesta.
Faltaban dos años, no lo soportaría. Dejé la escuela, comencé a trabajar para reunir dinero. Así podría afrontar los gastos del casamiento. Mis padres, trataron de convencerme de que ella no era para mí.
Estaba desayunando cuando escuché la terrible noticia del accidente: habían chocado contra un camión y no había sobrevivido.
Pasaba el tiempo y yo no encontraba consuelo. Necesitaba ver a mi Delicia, por lo menos una vez más. Entonces conocí a una gitana. Le pregunté si me podía ayudar y respondió que sí, pero que una vez que estuviera en la tierra de los muertos, ya no podría regresar. No me importaba, sólo quería estar con ella, y acepté.
Llegué y comencé a buscarla pero no lo lograba. Hablé con un hombre que parecía saber cómo encontrarla. Le di los datos. Pero me dijo que allí no estaba. Me alegré, pero ya no podía regresar para buscarla. El hombre ofreció ayudarme. Haz lo que te diga y verás dónde puede estar. Así lo hice. Y la vi. Paseaba de la mano de un hombre y estaba embarazada. Se había burlado de mí. Ella seguía con vida y feliz, mientras yo estaba condenado a vivir en la tierra de los muertos
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