Hacía más de veinticinco años que no pisaba Saldungaray, hasta la semana pasada, cuando volví.
No resultó del todo raro verme frente a la rueda monumental y característica del portal, tantas veces repasada en los recuerdos más torturantes (y también en las pesadillas).
Llegué en auto directamente al cementerio. Llevaba copia del oficio judicial y ya estaba todo organizado para participar de la exhumación sin necesidad de pasar por el pueblo. Así fue: la toma de material, los recipientes y rótulos, muestra y contramuestra fueron sucediendo sin novedades. Listo, nada más lo retiene en este lugar al perito experto en ADN en una disputa por filiación de proporciones millonarias.
No puedo volver, metros para tomar la Ruta 3 y no puedo seguir. Los recuerdos se amontonan y caen como de granizo, pesan, golpean. El casamiento había que hacerlo en Saldunga, donde “vive la familia“. El viaje anticipado de ella, la modista, los arreglos. El accidente y los rostros de todos, el dolor los helaba. Pero había algo más: un silencio que quemaba. Los años siguientes de delirio, creyendo verla corriendo en un aeropuerto o cruzando una calle.
—¿Qué pasó doctor? ¿Quedó algo sin revisar? Ah, ¿entra y sale nomás? Claro, ya conoce el camino, je je je. Bueno, cualquier cosita acá estoy.
No fue difícil ir a pie hasta la bóveda familiar, a esa hora no había nadie y los que trabajamos con cadáveres tenemos una rara habilidad para no hacernos notar mucho entre los vivos. El instrumental del maletín tiene herramientas prodigiosas que tanto cortan una falange como sirven para abrir el candadito de un mausoleo.
Volví con una bolsa en el baúl. No hizo falta, pero el oficio que aún llevaba conmigo serviría para sortear cualquier control caminero.
Repito las pruebas, vuelvo a tomar material, seguramente fui descuidado, lo vuelvo a hacer. Por tercera vez: el material no corresponde a un individuo humano.
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