Toshiro Ueda y yo creíamos que el mundo era nuevo, como todos los chicos, porque nosotros eramos nuevos en el mundo tambíén, como todos los chicos. Pero el mundo era ya muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra. Toshiro y yo no entendíamos muy bien qué era lo que estaba pasando. Desde que ambos recordábamos, nuestras pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se habían desarrollado del mismo modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos callados y tristes, compartiendo con ellos los escasos granos de arroz que flotaban en la sopa diaria y el miedo que apretaba las reuniones familiares de cada anochecer entorno a las noticias de la radio, que hablaban de luchas y muertes por todas partes.
Sin embargo, creíamos que el mundo era nuevo y esperábamos ansiosos cada día para descubrirlo.
¡Ah... y también nos estábamos descubriendo uno al otro!
Nos contemplábamos de reojo durante la caminata hacia la escuela, cuando suponíamos que nuestras miradas levantaban murallas y nadie más que nosotros podía transitar ese imaginario senderito de ojos a ojos.
Apenas si habíamos intercambiado algunas frases. El afecto de los dos no buscaba las palabras. Estábamos tan acostumbrados al silencio...
Pero yo sabía que quería a ese muchachito delgado, que más de una vez se quedaba sin almorzar por darme la ración de batatas que había traído de su casa.
–No tengo hambre –me mentía Toshiro, cuando veía que apenas si tenía dos o tres galletitas para pasar el mediodía–. Te dejo mi vianda –y se iba a corretear con sus compañeros hasta la hora de regreso a las aulas, para que yo no tuviera vergüenza de devorar la ración.
Yo... Poblaba el corazón de Toshiro. Me anudaba en los sueños con mis largas trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de golpe para poder casarse conmigo. Pero ese futuro quedaba tan lejos aún...
El futuro inmediato de aquella primavera de 1945 fue el verano, que llegó puntualmente el 21 de junio y anunció las vacaciones escolares. Y con la misma intensidad con que otras veces habíamos esperado sus soleadas mañanas, ese año nos ensombreció a los dos: ni Toshiro ni yo deseábamos que empezara. Su comienzo significaba que tendríamos que dejar de vernos durante un mes y medio inacabable.
A pesar de que nuestras casas no quedaban demasiado lejos una de la otra, nuestras familias no se conocían. Ni siquiera teníamos entonces la posibilidad de encontrarnos en alguna visita. Había que esperar pacientemente la reanudación de las clases.
Acabó junio, y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque...
Se fue julio, y yo arranqué contenta la hoja del almanaque...
Aunque no lo supiéramos: “¡Por fin llegó agosto!”, pensamos los dos al mismo tiempo.
Fue justamente el primero de ese mes cuando Toshiro viajó, junto a sus padres, hacia la aldea de Miyashima. Iban a pasar una semana. Allí vivían sus abuelos, dos ceramistas que veían apilarse vasijas en todos los rincones de su local. Ya no vendían nada. No obstante, sus manos viejas seguían modelando la arcilla con la misma dedicación de otras épocas.
–Para cuando termine la guerra... –decía el abuelo.
–Todo acaba algún día... –comentaba la abuela por lo bajo. Y Toshiro sentía que la paz debía de ser algo muy hermoso, porque los ojos de su madre parecían aclararse fugazmente cada vez que se referían al fin de la guerra, tal como a él se le aclaraban los suyos cuando me recordaba.
¿Y yo?
El primero de agosto me desperté inquieta; acababa de soñar que caminaba sobre la nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a mi alrededor. Un desierto helado y yo atravesándolo.
Abandoné el tatami, me deslicé de puntillas entre mis dormidos hermanos y abrí la ventana de la habitación. ¡Qué alivio! Una cálida madrugada me rozó las mejillas. Le devolví un suspiro.
El dos y el tres de agosto escribí, trabajosamente, mis primeros haikus:
“Lento se apaga el verano. Enciendo lámpara y sonrisas.”
Después, achiqué en rollitos ambos papeles y los guardé dentro de una cajita de laca en la que escondía mis pequeños tesoros de la curiosidad de mis hermanos.
El cuatro y el cinco de agosto me lo pasé ayudando a mi madre y a las tías ¡Era tanta la ropa para remendar! Sin embargo, esa tarea no me disgustaba. Siempre sabía hallar el modo de convertir en un juego entretenido lo que acaso resultaba aburridísimo para otras chicas. Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba que cada doscientas veintidós puntadas podía sujetar un deseo para que se cumpliese. La aguja iba y venía, laboriosa. Así, quedó en el pantalón de mi hermano menor el ruego de que finalizara enseguida esa espantosa guerra, y en los puños de la camisa de mi papá, el pedido de que Toshiro no me olvidara nunca...
Y los dos deseos se cumplieron.
Pero el mundo tenía sus propios planes...
Ocho de la mañana del seis de agosto en el cielo de Hiroshima. Me ajusto el obi de mi kimono y recuerdo a mi amigo: “¿Qué estará haciendo ahora?”.
“Ahora”, Toshiro pesca en la isla
En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima. En el avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera vez un cielo… El cielo de Hiroshima. Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad. En ella, una mamá amamanta a su hijo por última vez. Dos viejos trenzan bambúes por última vez. Una docena de chicos canturrea: “Donguri-Koro Koro- DonguriKo...” por última vez.
Cientos de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez.
Miles de hombres piensan en mañana por última vez.
Yo salgo para hacer unos mandados…
Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río.Y medio millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se desintegran esa mañana. Y con ellos desaparecen edificios, árboles, calles , animales, puentes y el pasado de Hiroshima.
Ya ninguno de los sobrevivientes podrán volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir nuevamente la puerta de su casa, ni retomar ningún camino querido.
Nadie será ya quien era.
Hiroshima arrasada por un hongo atómico. Hiroshima es el sol, ese seis de agosto de 1945. Un sol estallando.
Recién en diciembre logró Toshiro averiguar dónde estaba yo.
¡Y que aún estaba viva, Dios!
Mi familia y yo, internados en el hospital ubicado en una localidad próxima a Hiroshima, como tantos otros cientos de miles que también habían sobrevivido al horror, aunque el horror estuviera ahora instalado dentro de ellos, en su misma sangre. Y hacia ese hospital marchó Toshiro una mañana.
El invierno se insinuaba ya en el aire y él no sabía si era frío exterior o su pensamiento lo que le hacía tiritar. Yo me hallaba en una cama situada junto a la ventana. De cara al techo. Ya no tenía mis trenzas, apenas una tenue pelusita oscura.
Sobre mi mesa de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas.
–Voy a morirme, Toshiro... –susurré, no bien mi amigo se paró, en silencio, al lado de mi cama–. Nunca llegaré a plegar las mil grullas que me hacen falta...
Mil grullas... o “Semba-Tsuru”, como se dice en japonés. Con el corazón encogido, Toshiro contó las que se hallaban dispersas sobre la mesita. Sólo veinte. Después, las juntó cuidadosamente antes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta.
–Te vas a curar, Naomi –me dijo entonces, pero yo no lo oía, ya me había quedado dormida.
El muchachito salió del hospital, bebiéndose las lágrimas.
Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Toshiro (en cuya casa se encontraban temporariamente alojados) entendieron aquella noche el porqué de la misteriosa desaparición de casi todos los papeles que, hasta ese día, había habido allí.
Hojas de diario, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos y hasta algunos libros parecían haberse esfumado mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos los mayores se durmieron, sorprendidos.
En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entre las sombras. Esperó hasta que tuvo la certeza de que nadie más que él continuaba despierto. Entonces, se incorporó con sigilo y abrió el armario donde se solían acomodar las mantas. Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que había recolectado en secreto y volvió a su lecho. La tijera, la llevaba oculta entre sus ropas.
Semba-Tsuru (Mil grullas): una creencia popular japonesa asegura que haciendo mil de esas aves–según enseña a realizarlo el origami (nombre del sistema de plegado de papel)– se logra alcanzar larga vida y felicidad.
Y así, en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, Toshiro recortó primero novecientos ochenta cuadraditos y luego los plegó, uno por uno hasta completar las mil grullas que yo ansiaba, tras sumarles las que yo misma había hecho. Ya amanecía, el muchacho se encontraba pasando hilos a través de las siluetas de papel. Separó en grupos de diez las frágiles grullas del milagro y las aprestó para que imitaran el vuelo, suspendidas como estaban de un leve hilo de coser, una encima de la otra. Con los dedos paspados y el corazón temblando, Toshiro colocó las cien tiras dentro de su furoshiki y partió rumbo al hospital antes de que su familia se despertara. Por esa única vez, tomó sin pedir permiso la bicicleta de sus primos. No había tiempo que perder. Imposible recorrer a pie, como el día anterior, los kilómetros que lo separaban del hospital. Mi vida dependía de esas grullas.
–Prohibidas las visitas a esta hora –le dijo una enfermera, impidiéndole el acceso a la enorme sala en uno de cuyos extremos estaba la cama. Toshiro insistió:
–Sólo quiero colgar estas grullas sobre su lecho, por favor...
Ningún gesto denunció la emoción de la enfermera cuando el chico le mostró las avecitas de papel. Con la misma aparentemente impasibilidad con que momentos antes le había cerrado el paso, se hizo a un lado y le permitió que entrara:
–Pero cinco minutos, ¿eh?
Yo dormía.
Tratando de no hacer el mínimo ruidito, Toshiro puso una silla sobre la mesa de luz y luego se subió. Tuvo que estirarse a más no poder para alcanzar el cielorraso. Pero lo alcanzó. Y en un rato estaban las mil grullas pendiendo del techo; los cien hilos entrelazados, firmemente sujetos con alfileres. Fue al bajarse de su improvisada escalera cuando advirtió que yo lo estaba observando. Tenía la cabeza echada hacia un lado y una sonrisa en los ojos.
–Son hermosas, Tosí-can... Gracias...
–Hay un millar. Son tuyas, Naomi. Tuyas –y el muchacho abandonó la sala sin darse vuelta.
En la luminosidad del mediodía que ahora ocupaba todo el recinto, mil grullas empezaron a balancearse impulsadas por el viento que la enfermera también dejó colar, al entreabrir por unos instantes la ventana.
Mis ojos seguían sonriendo.
La muerte llegaría al día siguiente… Un ángel a la intemperie frente a la impiedad de los adultos. ¿Cómo podían mil frágiles avecitas de papel vencer el horror instalado en mi sangre?
Toshiro Ueda cumplió cuarenta y dos años y vive en Inglaterra. Se casó, tiene tres hijos y es gerente de sucursal de un banco establecido en Londres. Serio y poco comunicativo como es, ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por qué, entre el aluvión de papeles con importantes informes y mensajes telegráficos que habitualmente se juntan sobre su escritorio, siempre se encuentran algunas grullas de origami…
["Las mil grullas", Elsa Bornemann]