Reescritura - Norma

A veces en las tardes, lleva a los perros a dar un paseo, por los alrededores de su casa. Como uno es muy joven y la otra muy vieja, es difícil lidiarlos a ambos al mismo tiempo, pero a ella se le dan las empresas necias así que se larga a la calle con una correa en cada mano y cada perro hilvanando a su correa. Así la tontería, tuvo un percance que pudo terminar en calamidad.
Vive cerca de una mujer a la que admira desde hace mucho tiempo. Fue la primera persona a la que entrevistó en aquella época rara en la que le parecía creíble poder ser periodista. La China era una mujer fantástica cuya belleza llena de fábulas ha sabido contarlas entretejiendo las palabras hasta volverlas un retablo barroco y sonoro como como las propias historias. Lila disfruta visitarla cada vez que puede, que es casi nunca. Llegó a su casa como si nada e irrumpió en su tarde para retomar una conversación que no se terminaba. Eso hizo, pero para lograrlo tuvo que cruzar una calle abigarrada de autos a los que les urge alcanzar la luz verde en el siguiente semáforo y corren tras el amarillo sin detenerse en los paseantes. Como ella teme a sus despistes, se fijó muy bien antes de lanzarse al ruedo. Cuando le pareció pertinente, les dio la orden a los perros y caminó sin más. El joven corrió estirando la correa, pero la viejita se detuvo en seco y como la tiró para apurarla y está más flaca de lo que parece, su collar quedó en sus manos mientras ella meneaba la cabeza como preguntándose por qué tanto ajetreo. De repente, Lila tenía un perro del otro lado de la calle y otra inamovible a sus pies. No sabía que hacer. La elección estaba entre tirar de uno o pescar a la otra. Tiró la correa del Nino pidiéndole que no se moviera de la acera que había alcanzado temblando y levantó a la otra del suelo al que parecía pegada. Mientras tanto, y para su fortuna, los automovilistas se habían detenido a contemplar el espectáculo de su trastabillar. Como pudo alzo a la viejita y corrió a serenar al otro pobre, que la miraba sin saber quién estaba más perdido.
Cuando llegó a la casa de la China, sintió lo que debió sentir Colón al pisar tierra. Y todo a dos calles de su casa.

[El viento de las horas, Ángeles Mastretta]

Reescritura - Darío

Se me antojó un café y bajé a comprarlo a la tienda. Era una noche templada, con viento fresco. Estaba tranquilo el ambiente. El muchacho de la tienda estaba contento, ayer había nacido su hijo. Me quedé ahí a tomarme el café. La vecina del apartamento de arriba bajó y llegó a la tienda. Vestía unos shorts que le quedaban lindos. De repente se oyó un ruido como un choque o explosión y salimos, temerosos, a ver qué pasaba. El vecino del apartamento del séptimo nivel se había tirado de la azotea del edificio.
Agustín, el vecino suicida, era un tipo depresivo. Pasaba meses sin casi salir de su apartamento. Trabajaba desde su apartamento como informático en internet, así que su aislamiento se hacía peor. El tipo parecía odiar a todo el mundo; cada gesto amable que intenté con él fue recibido como si fuera una agresión. Por alguna razón yo no llegué a odiarlo ni a compadecerlo, era un tipo enfermo que probablemente no tenía cura.
No me sorprendió que se tirara, pero sí que sobreviviera. Cuando llegamos con la vecina hasta donde había caído lo vimos quejarse, pero respiraba normal y por el dolor se desmayó instantes después. Tenía una fractura expuesta de tibia y peroné en la pierna izquierda. También se había quebrado la mano derecha. Pero estaba vivo, muy a su pesar. Se lo llevó una ambulancia y ya nunca regresó al edificio. Una mujer llegó a sacar sus cosas con un camión de mudanzas una semana después.
Con la vecina de los shorts bonitos nos quedamos platicando en la tienda. También se alegró ella de que el joven tendero fuera padre. Melissa se llamaba. Era una mujer de unos treinta años, pelo negro largo y piernas bonitas. Solía usar sandalias para mostrar unos pies bien cuidados.
—Gente que nace y gente que se quiere morir —dijo Melissa, de repente.
—Yo siento pena por el hombre. No se pudo morir, estará sufriendo —respondí—. La vida le volvió a jugar mal.
—Tampoco fue muy listo que digamos, no eligió un método a prueba de fallas. Yo hubiera llevado un arreglo con rosas amarillas a la funeraria.
—¿Por qué rosas amarillas?
—Sólo porque me gustan.
El tendero y recién estrenado padre sólo escuchaba. Aparte de la sorpresa del evento a él lo único que le importaba y lo que lo tenía contento era su hijo, que había pesado siete libras y media y se parecía a él. Salimos de la tienda. Le dije a Melissa que nada mejor que el sexo para olvidar a la muerte y ella estuvo de acuerdo. En lo que no estuvo de acuerdo fue en que el sexo fuera entre nosotros, para mi mala suerte.
Cuando regresamos al edificio, subí al apartamento del suicida. Su puerta estaba abierta, no sé si la dejó así o alguien entró. No pude soportar la curiosidad y entré. Estaba desordenado todo, pero no estaba sucio. No había ninguna nota de suicidio, ni alcohol, ni drogas. Su laptop estaba apagada, me senté en un sillón de la sala y la encendí.
Llevaba una especie de diario en un documento de Word que tenía en el escritorio de la laptop. Relataba que escuchaba voces, y que por momentos parecía vivir una realidad alterna. La medicación no funcionaba, la esquizofrenia estaba ganando la batalla. En una página aparecí yo, como el único imbécil que intentaba ser amable. Escribía con impecable ortografía y buena redacción, pero no era especialmente interesante para leer, salvo algunos detalles de las voces, como que no las escuchaba con el oído sino las percibía dentro de su cabeza, pero aún así eran muy claras.
Cuando ya me estaba aburriendo del diario del suicida, encontré una mención a Melissa. Cuando ella se pasó a vivir al edificio le regaló un jarrón para que pusiera flores y él lo había considerado un gesto noble de su parte. El jarrón estaba sobre la mesa del comedor, que estaba limpia y sin nada más. Había en el jarrón tres rosas amarillas. Tomé una, salí del apartamento, la dejé frente a la puerta de Melissa y me fui a dormir.

["Una rosa amarilla", José Joaquín López]

Reescritura - Ma. Teresa

Era yo muy joven y vivía en una pequeña aldea. No muy lejos se encontraba la casa de una hermosa doncella, blanca y bella como la luna. Me enamoré el primer día que la vi. Solo que ella era muy vanidosa y pretendía casarse con un joven que se asemejara a un príncipe, casi como en los cuentos. 
Sin embargo, eso no me detuvo y fui a visitarla. Charlamos un rato y luego le dije que estaba enamorad, y pretendía hacerla mi esposa. Inmediatamente se levantó de su sillón y en un tono muy despectivo me dijo que jamás se casaría con alguien que tuviera la cara cruzada por cicatrices como yo, y me invito a retirarme. Así lo hice, pero con el pecho destrozado por el dolor que me había producido la respuesta de la joven.
Quise reponerme, diciéndome a mí mismo que ella era demasiado vanidosa, que no merecía mi tristeza, pero fue en vano. Llevaba semanas sin dormir, por las noches solo caminaba por el bosque, tratando de olvidar el sentimiento que sentía por hacia ella.
Varias veces regrese a su casa, a pedirle, a rogarle, que me aceptara. Pero siempre recibía la misma respuesta. Jamás regreses, hasta que logres hacer desaparecer de tu rostro esas horrendas cicatrices.
Una de esas noches, en las que recorría el bosque, me senté a descansar apoyándome en un frondoso árbol. Casi al instante, escuché el ruido de un carro acercándose. Era un hombre y su mulo arrastrando una vieja carreta. Se detuvo, descendió y con suave movimiento de manos, convirtió al mulo en hombre. Observé con asombro lo sucedido, me puse de pie y camine hacia él.
Me saludó muy cordialmente. De inmediato, le comenté que había visto cómo convertía al mulo en hombre y, sonriendo, me respondió:

–Es que no me gusta comer solo. 

Luego con otro movimiento de manos, convirtió la carreta en un canasto, donde tenía un pollo que, luego de hacer una fogata, atravesó con un palo y lo puso a cocinar. 

–Siéntese –me dijo–. Coma con nosotros, por favor.

Mi curiosidad era mayor que mi apetito, y me decidí a preguntarle:
–Disculpe la curiosidad, ¿es usted mago?  

Luego de sonreír por un momento, me dijo:

–Sí, por supuesto que lo soy.

Tomé confianza y le conté, mi pesar. 

–¿Podría usted ayudarme, y desaparecer mis cicatrices? 
–Si por supuesto, lo hare con gusto.

Con un movimiento de manos hizo aparecer un gran espejo. 

–No deje de mirar el espejo, por favor. 

Tocó una de las cicatrices que cruzaban mi rostro y en el espejo estaba yo peleando contra los cosacos que habían atacado la aldea y el hombre que en el momento causó mi cicatriz. 

–Listo, vuelva a observar. 

Y allí estaba yo nuevamente, pero esta vez no luchaba, estaba escondido detrás de unos barriles, muerto de miedo. 

–Se fijó bien, su cicatriz desapareció –Y era cierto.
–Pero ¿no era yo el que estaba escondido tras los barriles, verdad? 
–Sí, usted mismo, solo que, al borrar la cicatriz, también desaparece su historia. Si quiere, seguimos con el resto- 
–No gracias, buen hombre. Dejaría de ser yo y mi historia.

Y luego de agradecerle, regresé a mi casa y esa noche dormí como nunca lo había hecho.
Al despertar, decidido más que nunca, fui a casa de la doncella. Apenas me vio exclamó:

–¿No te dije que no regresaras hasta que hicieras desaparecer tus cicatrices? 
–Así es, pero esta vez, me gustaría que primero me escuches y luego me iré y nunca regresare, lo prometo.

La joven se sentó y comencé a contarle la historia de cada una de las cicatrices que cruzan mi rostro. Terminé de contarle la última historia, frente al rabino que nos casó.

["Cicatrices", Marcelo Birmajer]

Reescritura - Stella

Soy un espejo de mano. Cuando quedo solo y nadie se mira en mí, me siento de lo peor, como que no existo y quizás tengo razón; pero los otros espejos se burlan de mí y cuando a la noche nos guardan en el mismo cajón del tocador, ellos duermen a pierna suelta satisfechos, ajenos a mi preocupación de neurótico.

["El espejo que no podía dormir", Augusto Monterroso]

Reescritura - Claudia

Esta noche de estreno, fuera del cine, la gente hace fila desde las escaleras hasta la vereda. Yo, vestido de sweaters y chamarras, contorsiono mi enorme y ansioso cuerpo mientras doy vuelta la esquina, azotando, invadiendo todo a mi paso. Mi cola de cascabel entra por la ventana del segundo piso, a espaldas de una mujer linda, que toma un café melancólico ante la mesa redonda, mujer que escucha solitaria el gentío, percibe mi fino cascabeleo que rompe pronto su aire de pesadumbre y la alegra, recuerda los días de amor, de sensualidad nocturna y manos sobre su cuerpo firme. Abre las piernas, acaricia el pubis húmedo, se desviste y deja que la punta de mi cola, erecta bajo la mesa, la penetre.

["La cola", Guillermo Samperio]

Reescritura - Osvaldo

Después de unos meses regresé a mi hogar de un viaje por el Amazonas. Ante tantas preguntas que me hacían mis amigos me puse a pensar cómo podría expresar con palabras la sensación que había inundado mi corazón cuando contemplé aquellas flores de sobrecogedora belleza y escuché los sonidos nocturnos de la selva. ¿Cómo comunicar lo que sentí en mi corazón cuando me di cuenta del peligro de las fieras o cuando conducía canoa por las inciertas aguas del río?
Y decidí decirles: "Id y descubrirlo vosotros mismos, nada mejor que el riesgo y la experiencia personal", pero para orientarlos les hice un mapa del Amazonas.
Tomaron el mapa y lo colocaron en un lugar visible de la oficina y noté que cada uno se hizo una copia y después que la estudiaban con detenimiento se consideraban unos expertos en el Amazonas, pues conocían cada vuelta y cada recorrido del río y cuán ancho y profundo era y dónde había  rápidos y dónde cascadas.
La verdad me lamenté toda mi vida haber hecho aquel mapa. Habría sido preferible no haberlo hecho.

["El explorador", Anthony de Mello]

Reescritura - Dora

Caminaba por la costanera, rodeado de frondosos árboles de una gran variedad de flores muy bellas. El sol brillaba, hacia más cálida la caminata. De pronto todo oscureció. Un golpe en la cabeza, de atrás, fuerte dolor, no veía nada. Voces que parecían pertenecer a caras suspendidas, sobre mí. Me desvanecí, no supe cuándo tiempo. Reaccioné y, boca arriba, gemí. Me toqué la cara, tenía una venda en los ojos, me la saqué, estaba tirado sobre un camastro de madera en un cuarto dos por uno, me dolía la cabeza. Aparecieron unas personas, con la cara cubierta. "Pibe" me dijo, "estamos pidiendo rescate a tu familia, hay que esperar", y desapareció. Miré alrededor, el techo de chapa y las paredes descascaradas.
El dolor cedió, me durmí profundamente. Abrí lo ojos, era tarde, el sol no tan cálido, las flores ya no eran tan brillantes, el sendero más aspero, el mar lejano, las olas pequeñas. Me llegó el aroma del mar, suspiré de felicidad, me abandoné. Después del golpe, el momento en que me levantaron del suelo, me desmayé o lo que fuera. Tuve la sensación de que un hueco me hubiera  pasado a través de algo y hubiera recorrido una distancia inmensa. Cuando abrí los ojos, vi a dos hombres, enmascarados, enteraban en silencio, pensé "me van a matar"...

["La noche boca arriba", Julio Cortázar]

Reescritura - Emiliano

Sin dudas me confié demasiado porque cuando sentí la mordedura en el pie ya era tarde. Instintivamente tomé el machete que llevaba siempre sujeto a mi cintura y le asesté un golpe mortal antes de que se dispusiera para un segundo ataque. Me miré el pie y vi dos gotas de sangre que manaban de él además de un dolor que se hacía más y más intenso cada vez. Tomé un pañuelo, me ligué la herida y caminé en dirección al rancho. El dolor empezaba a ser insoportable y la hinchazón había invadido la pantorrilla además de sentir una sequedad quemante en la garganta. Maldije y  seguí caminando como pude ya que me resultaba cada vez más difícil hacerlo. La hinchazón se veía monstruosa y la sed me devoraba. Llamé a mi mujer y le pedí caña pero extrañamente no le sentía gusto alguno. Le pedí más pero en vano; sabía a agua. Miré mi pie que ya lucía lívido y con un tinte gangrenoso. "Esto se pone feo", me dije. El dolor ya se había irradiado hasta la ingle y se hacía insoportable. Vomité por primera vez pero no sentí alivio. Con las pocas fuerzas que me quedaban me subí a la canoa y sentado en la popa empecé a pasear con la intención de llegar a Tacurú Pucú lo que me demandaría no menos de cinco horas de navegación cuando me sorprendió el segundo vómito pero esta vez de sangre. La hinchazón ya llegaba al muslo y parte del vientre. Fue entonces cuando decidí pedirle ayuda a mi compadre Alves a pesar de estar distanciado de él desde hacía algún tiempo. Llegué a duras penas, bajé de la canoa y caí de bruces. En vano fue llamarlo. Ya casi sin fuerzas volví a la canoa pero esta vez para dejarme llevar por la correntada. Repentinamente sentí un fuerte escalofrío y empecé a sentirme mejor. Los dolores habían cesado y la hinchazón parecía ceder. Me quedé dormido. Cuando desperté alguien que parecía un médico me preguntó como me llamaba y agregó "ya se puede ir, Paulino, no tiene sentido que permanezca internado. Cuídese". Tomé las pocas cosas que aún tenía y le dí las gracias. "No tiene nada que agradecerme", me dijo, "agradézcaselo a la Santísima Virgen de Itatí; es la primera vez que alguien sobrevive a la mordedura de una yararacusú".

["A la deriva", Horacio Quiroga]

Reescritura - Fabiana

Resolví  matar a mi marido, no por nada sino porque estaba harta de él después de cincuenta años de matrimonio. Se lo dije:

—Thaddeus, voy a matarte.
—Bromeas, Euphemia —se rió el infeliz.
—¿Cuándo he bromeado yo?
—Nunca, es verdad.
—¿Por qué habría de bromear ahora y justamente en un asunto tan serio?
—¿Y cómo me matarás? —siguió riendo Thaddeus Smithson.
—Todavía no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pequeña dosis de arsénico en la comida. Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera, aprovecharé cuando estés dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de plata, conectaré a la bañera un cable de electricidad. Ya veremos.

Mi marido comprendió que no bromeaba. Perdió el sueño y el apetito. Enfermó del corazón, del sistema nervioso y de la cabeza. Seis meses después falleció. Yo que era una mujer piadosa, le agradecí a Dios haberme librado de ser una asesina.

["Cuento de horror", Mario Denevi]

Reescritura - Fabiana

Toshiro Ueda  y yo creíamos que el mundo era nuevo, como todos los chicos, porque nosotros eramos nuevos en el mundo tambíén, como todos los chicos. Pero el mundo era ya muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra. Toshiro y yo no entendíamos muy bien qué era lo que estaba pasando. Desde que ambos recordábamos, nuestras pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se habían desarrollado del mismo modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos callados y tristes, compartiendo con ellos los escasos granos de arroz que flotaban en la sopa diaria y el miedo que apretaba las reuniones familiares de cada anochecer entorno a las noticias de la radio, que hablaban de luchas y muertes por todas partes.
Sin embargo, creíamos que el mundo era nuevo y esperábamos ansiosos cada día para descubrirlo.
¡Ah... y también nos estábamos descubriendo uno al otro! 
Nos contemplábamos de reojo durante la caminata hacia la escuela, cuando suponíamos que nuestras  miradas levantaban murallas y nadie más que nosotros podía transitar ese imaginario senderito de ojos a ojos.
Apenas si habíamos intercambiado algunas frases. El afecto de los dos no buscaba las palabras. Estábamos tan acostumbrados al silencio...
Pero yo sabía que quería a ese muchachito delgado, que más de una vez se quedaba sin almorzar por darme la ración de batatas que había traído de su casa.
–No tengo hambre –me mentía Toshiro, cuando veía que  apenas si tenía dos o tres galletitas para pasar el mediodía–. Te dejo mi vianda –y se iba a corretear con sus compañeros hasta la hora de regreso a las aulas, para que yo no tuviera vergüenza de devorar la ración.
Yo... Poblaba el corazón de Toshiro. Me anudaba en los sueños con mis largas trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de golpe para poder casarse conmigo. Pero ese futuro quedaba tan lejos aún...
El futuro inmediato de aquella primavera de 1945 fue el verano, que llegó puntualmente el 21 de junio y anunció las vacaciones escolares. Y con la misma intensidad con que otras veces habíamos esperado sus soleadas mañanas, ese año nos ensombreció a los dos: ni Toshiro ni yo deseábamos que empezara. Su comienzo significaba que tendríamos que dejar de vernos durante un mes y medio inacabable.
A pesar de que nuestras casas no quedaban demasiado lejos una de la otra, nuestras  familias no se conocían. Ni siquiera teníamos entonces la posibilidad de encontrarnos en alguna visita. Había que esperar pacientemente la reanudación de las clases.
Acabó junio, y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque...
Se fue julio, y yo arranqué contenta la hoja del almanaque...
Aunque no lo supiéramos: “¡Por fin llegó agosto!”, pensamos los dos al mismo tiempo.
Fue justamente el primero de ese mes cuando Toshiro viajó, junto a sus padres, hacia la aldea de Miyashima. Iban a pasar una semana. Allí vivían sus abuelos, dos ceramistas que veían apilarse vasijas en todos los rincones de su local. Ya no vendían nada. No obstante, sus manos viejas seguían modelando la arcilla con la misma dedicación de otras épocas.
–Para cuando termine la guerra... –decía el abuelo.
–Todo acaba algún día... –comentaba la abuela por lo bajo. Y Toshiro sentía que la paz debía de ser algo muy hermoso, porque los ojos de su madre parecían aclararse fugazmente cada vez que se referían al fin de la guerra, tal como a él se le aclaraban los suyos cuando me recordaba.
¿Y yo?
El primero de agosto me desperté inquieta; acababa de soñar que caminaba sobre la nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a mi alrededor. Un desierto helado y yo  atravesándolo.
Abandoné el tatami, me deslicé de puntillas entre mis dormidos hermanos y abrí la ventana de la habitación. ¡Qué alivio! Una cálida madrugada me rozó las mejillas.  Le devolví  un suspiro.
El dos y el tres de agosto escribí, trabajosamente, mis primeros haikus:
“Lento se apaga el verano. Enciendo lámpara y sonrisas.”
Después, achiqué en rollitos ambos papeles y los guardé dentro de una cajita de laca en la que escondía mis pequeños tesoros de la curiosidad de mis  hermanos.
El cuatro y el cinco de agosto me lo pasé ayudando a mi madre y a las tías ¡Era tanta la ropa para remendar! Sin embargo, esa tarea no me disgustaba. Siempre sabía hallar el modo de convertir en un juego entretenido lo que acaso resultaba aburridísimo para otras chicas. Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba que cada doscientas veintidós puntadas podía sujetar un deseo para que se cumpliese. La aguja iba y venía, laboriosa. Así, quedó en el pantalón de mi hermano menor el ruego de que finalizara enseguida esa espantosa guerra, y en los puños de la camisa de mi papá, el pedido de que Toshiro no me olvidara nunca...
Y los dos deseos se cumplieron.
Pero el mundo tenía sus propios planes...
Ocho de la mañana del seis de agosto en el cielo de Hiroshima. Me ajusto el obi de mi kimono y recuerdo a mi amigo: “¿Qué estará haciendo ahora?”.
“Ahora”, Toshiro pesca en la isla
En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima. En el avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera vez un cielo… El cielo de Hiroshima. Un repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad. En ella, una mamá amamanta a su hijo por última vez. Dos viejos trenzan bambúes por última vez. Una docena de chicos canturrea: “Donguri-Koro Koro- DonguriKo...” por última vez.
Cientos de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez.
Miles de hombres piensan en mañana por última vez.
Yo salgo para hacer unos mandados…
Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río.Y medio millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se desintegran esa mañana. Y con ellos desaparecen edificios, árboles, calles , animales, puentes y el pasado de Hiroshima.
Ya ninguno de los sobrevivientes podrán volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir nuevamente la puerta de su casa, ni retomar ningún camino querido.
Nadie será ya quien era.
Hiroshima arrasada por un hongo atómico. Hiroshima es el sol, ese seis de agosto de 1945. Un sol estallando.
Recién en diciembre logró Toshiro averiguar dónde estaba yo.
¡Y que aún estaba viva, Dios!
 Mi  familia y yo, internados en el hospital ubicado en una localidad próxima a Hiroshima, como tantos otros cientos de miles que también habían sobrevivido al horror, aunque el horror estuviera ahora instalado dentro de ellos, en su misma sangre. Y hacia ese hospital marchó Toshiro una mañana.
El invierno se insinuaba ya en el aire y él no sabía si era frío exterior o su pensamiento lo que le hacía tiritar. Yo me hallaba en una cama situada junto a la ventana. De cara al techo. Ya no tenía mis  trenzas, apenas una tenue pelusita oscura.
Sobre mi mesa de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas.
–Voy a morirme, Toshiro... –susurré, no bien mi amigo se paró, en silencio, al lado de mi cama–. Nunca llegaré a plegar las mil grullas que me hacen falta...
Mil grullas... o “Semba-Tsuru”, como se dice en japonés. Con el corazón encogido, Toshiro contó las que se hallaban dispersas sobre la mesita. Sólo veinte. Después, las juntó cuidadosamente antes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta.
–Te vas a curar, Naomi –me dijo entonces, pero  yo  no lo oía, ya me había quedado dormida.
El muchachito salió del hospital, bebiéndose las lágrimas.
Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Toshiro (en cuya casa se encontraban temporariamente alojados) entendieron aquella noche el porqué de la misteriosa desaparición de casi todos los papeles que, hasta ese día, había habido allí.
Hojas de diario, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos y hasta algunos libros parecían haberse esfumado mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos los mayores se durmieron, sorprendidos.
En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entre las sombras. Esperó hasta que tuvo la certeza de que nadie más que él continuaba despierto. Entonces, se incorporó con sigilo y abrió el armario donde se solían acomodar las mantas. Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que había recolectado en secreto y volvió a su lecho. La tijera, la llevaba oculta entre sus ropas.
Semba-Tsuru (Mil grullas): una creencia popular japonesa asegura que haciendo mil de esas aves–según enseña a realizarlo el origami (nombre del sistema de plegado de papel)– se logra alcanzar larga vida y felicidad.
Y así, en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, Toshiro recortó primero novecientos ochenta cuadraditos y luego los plegó, uno por uno hasta completar las mil grullas que yo ansiaba, tras sumarles las que yo  misma había hecho. Ya amanecía, el muchacho se encontraba pasando hilos a través de las siluetas de papel. Separó en grupos de diez las frágiles grullas del milagro y las aprestó para que imitaran el vuelo, suspendidas como estaban de un leve hilo de coser, una encima de la otra. Con los dedos paspados y el corazón temblando, Toshiro colocó las cien tiras dentro de su furoshiki  y partió rumbo al hospital antes de que su familia se despertara. Por esa única vez, tomó sin pedir permiso la bicicleta de sus primos. No había tiempo que perder. Imposible recorrer a pie, como el día anterior, los kilómetros que lo separaban del hospital. Mi vida dependía de esas grullas.
–Prohibidas las visitas a esta hora –le dijo una enfermera, impidiéndole el acceso a la enorme sala en uno de cuyos extremos estaba la cama. Toshiro insistió:
–Sólo quiero colgar estas grullas sobre su lecho, por favor...
Ningún gesto denunció la emoción de la enfermera cuando el chico le mostró las avecitas de papel. Con la misma aparentemente impasibilidad con que momentos antes le había cerrado el paso, se hizo a un lado y le permitió que entrara:
–Pero cinco minutos, ¿eh?
Yo dormía.
Tratando de no hacer el mínimo ruidito, Toshiro puso una silla sobre la mesa de luz y luego se subió. Tuvo que estirarse a más no poder para alcanzar el cielorraso. Pero lo alcanzó. Y en un rato estaban las mil grullas pendiendo del techo; los cien hilos entrelazados, firmemente sujetos con alfileres. Fue al bajarse de su improvisada escalera cuando advirtió que yo lo estaba observando. Tenía la cabeza  echada hacia un lado y una sonrisa en los ojos.
–Son hermosas, Tosí-can... Gracias...
–Hay un millar. Son tuyas, Naomi. Tuyas –y el muchacho abandonó la sala sin darse vuelta.
En la luminosidad del mediodía que ahora ocupaba todo el recinto, mil grullas empezaron a balancearse impulsadas por el viento que la enfermera también dejó colar, al entreabrir por unos instantes la ventana.
Mis ojos seguían sonriendo.
La muerte llegaría  al día siguiente… Un ángel a la intemperie frente a la impiedad de los adultos. ¿Cómo podían mil frágiles avecitas de papel  vencer el horror instalado en mi sangre?
Toshiro Ueda cumplió cuarenta y dos años y vive en Inglaterra. Se casó, tiene tres hijos y es gerente de sucursal de un banco establecido en Londres. Serio y poco comunicativo como es, ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por qué, entre el aluvión de papeles con importantes informes y mensajes telegráficos que habitualmente se juntan sobre su escritorio, siempre se encuentran algunas grullas de origami…

["Las mil grullas", Elsa Bornemann]

Reescritura - Lilian

La verdad no se sabe si aún llovía, pero igual hubiera podido estar lloviendo. Era julio, la tarde seguía pasando cuan larga era. Las dos niñas no podían estar mejor vestidas para un retrato que se quería irrevocable.
La mirada de la madre, cuya urgencia de perfección nunca parecía del todo conforme con sus obras, aquella vez estaba fascinada, todavía tiene en su estancia la foto que tomaron entonces, recargadas una en la otra, espalda con espalda, cada quien con una canasta entre las manos. Aún se ven ahí, viendo hacia la luz del fotógrafo que las llama a sonreír sin que le dieran a cambio más que una mirada digna de la posteridad.
Incluso a los desconocidos les atrae esa foto. Aunque sea cursi, o porque lo es. No lo saben quienes la ven y sonríen con las dos niñas que vistió la madre como a dos muñecas, Pero los personajes llegaron hasta ahí tras una epopeya doméstica que no está bien olvidar.
A punto de salir rumbo al estudio fotográfico del señor Oklay, hombre rubio, silencioso y pálido que por el solo hecho de serlo parecía enigmático, un accidente puso fin a la ceremonia con que habían ataviado a las criaturas. Se escribe ceremonia y así debe llamarse a la sucesión de movimientos que pasaron en un rato.
La madre y la muchacha que le ayudaba en el difícil arte de disfrazar a sus dos hijas, empezaron por ponerles unos fondos de algodón con tira bordada en las orillas. Eran preciosos ya, podrían haber bastado para dejarlas elegantes, pero fueron solo el principio sobre el que cayeron dos vestidos de una gasa etérea, como debería ser el mundo. Tenían esas mangas cortas y plisadas que las modistas llaman de globo, tenían unos cuellos redondos y unas pecheras con alforzas. Todo lo ribeteaban los encajes traídos desde Brujas hasta Puebla, en un viaje seguramente eterno. En la cintura les ataron unas bandas de seda color de rosa que se anudaban en un lazo perfecto.
La madre les había peinado las ondas con goma de tragacanto y sobre la mesa había dejado unos sombreros de paja clara que aún siguen provocando el deseo de volver a mirar la perfección con que estaba tramada su cursilería.
Pero antes de llegar al clímax que sugerían esos sombreros, faltaba ponerles los calcetines de hilaza tejidos por las monjas trinitarias y luego los zapatos de charol con las puntas redondas y unas trabas alrededor de los tobillos. Las niñas no sabían cómo hacerlo bien y ese día no se trataba de aprender. Para seguir el ritual las sentaron sobre una mesa que, por no sabe qué urgencia de cuidados, tenía un vidrio sobre la cubierta de madera. Un vidrio rectangular cuyos filos no eran un riesgo para nadie que no se acomodara cerca de ellos. A Verónica le habían puesto un zapato en el pie derecho y la suave pero distraída nanita que le abrochaba las hebillas necesitó acercar hasta sus manos el pie izquierdo, así que jaló la pierna de Verónica y la dejó pasar sobre el filo del cristal que, en un segundo, le abrió una herida de lado a lado entre las venas que corren tras la rodilla. Se oyó un grito intenso, pero corto y esa debe haber sido la única vez en la vida que Ángeles vio a su hermana llorar así. Su pierna estaba tan llena de sangre que ni siquiera podía saberse de dónde brotaba. Aún hoy cierra los ojos y ve, todavía, la herida sin brocal como la vio entonces. Verónica lloraba y le ataron un trapo a la rodilla. Ángeles también lloraba. Ahora dice Verónica que dado el escándalo, al principio todo el mundo creyó que la pierna cortada era la de su hermana. No hay contradicción en esa versión porque las dos estuvieron convencidas de que Verónica siempre tiene la razón, pero Ángeles cree recordarla, llorando más lágrimas y más penas que las suyas.
Para pronto, las mamás, como llamaban a la dupla hecha por la madre y su incandescente hermana Alicia, la tomaron en brazos y salieron rumbo al hospital. La otra, que a todas luces salía sobrando porque su engalanada presencia no era de ninguna utilidad, fue con ellas. Recuerda la puerta azul del coche y recuerda ir junto a su hermana mirándola como a una heroína. Ángeles tenía cuatro años y Verónica tres.
Entraron al hospital Guadalupe en busca de un doctor. Acostaron a Verónica sobre una cama angosta y alta. Seguramente le pusieron anestesia, pero de eso y de cómo fue, ninguna de las dos se acuerdan bien. En cambio la mayor recuerda con precisión científica la aguja redonda que fue entrando y saliendo por la piel hasta zurcir por completo la cortada. Ya nadie lloraba. La pequeña menos que nadie. Tenía los ojos inmensos, redondos y oscuros como aún los tiene. Sonrió.
Al salir de ahí fueron a comprarle un premio a su valor. La tienda era pequeña y tenía una sola vidriera. Debió desaparecer muy poco tiempo después. Vendían ahí las últimas muñecas de pasta y porcelana. Había una preciosa con la cara redonda y las mejillas muy rojas. Esa quiso Verónica. Se la dieron como un trofeo. Cachetona le puso de nombre.
No lo creen los hijos, pero entonces las fotos de ocasión se hacían como ahora se hacen las de la publicidad más cara: en un estudio especial, iluminado para el caso, contra un fondo de paredes oscuras y bajo un inmóvil silencio de capilla. No era cosa de pasar por ahí como llevado por la casualidad, se hacía una cita y la familia completa cumplía con el ritual de retratarse en el orden debido. Las primas habían llegado a tiempo. A la madre le sorprende haber llegado alguna vez. Nunca dejó de preguntarse si fue posible que la misma tarde del accidente hubiesen ido a dar con el fotógrafo, pero las hijas están seguras de que así fue. Dos testimonios menores contra el suyo han dado una suma a su favor: el retrato se lo tomaron entonces. Bajo el fondo de encajes una tenía una pierna vendada y bajo las alforzas del vestido la otra le tenía una admiración que aún perdura. Se ha cortado otras veces, la nana distraída que puede ser el destino ha pasado otras veces su vida sobre un vidrio. Ángeles no la ha visto llorar. Ha visto cómo sabe coserse las heridas y cómo se divierte y sonríe cuando todo termina y la vida le toma un retrato a su existencia. Da fe de que aún mira como entonces, de que es valiente y terca desde entonces. Da fe de que aún necesita recargarse en su espalda para mirar al mundo que las mira. Y seguir andando.

["Espalda con espalda", Ángeles Mastreta]

Desenlace - Norma

Katia era una mujer de gustos exquisitos, ideas extrañas y vida realmente especial. Pasaba sus días en su trabajo en la bodega de su padre, en la elección de todo lo referente a la  comercialización de las distintas cepas de vino que allí cultivaban y con las que luego producían un vino de excepción, para pocos elegidos.
Pero el gran amor de Katia era soñar con un mundo distinto, una galaxia a su  mano, para ordenar cada planeta, cada estrella y formar un nuevo orden, lleno de satélites y modernas naves danzando por el celestial universo, cumpliendo su deseo, organizar una comunidad de gente con sus mismos objetivos.
Hacía tiempo que investigaba y escribía acerca de sus sueños, ayudada por las obras de grandes estudiosos y apoyada por un grupo de gente que sentía las mismas  ansias. Ya había publicado varios libros al  respecto y había obtenido una excelente respuesta de muchos adeptos. Algunos habían formado parte de una zaga exitosa, que la había catapultado a la fama.
Ella estaba entre esos dos grandes proyectos de vida que la mantenían muy ocupada. Estaba en pareja con Nicolás, arquitecto, con quien  formaría en un futuro muy cercano su familia.
Días después, cuando regresaban  a casa, al atardecer el sol iluminó una cesta al costado de la ruta, cosa que sorprendió a los jóvenes, los lleno de curiosidad y los hizo frenar para ver de que se trataba. Gran sorpresa: dentro una hermosa mamá perra, con sus recientes bebés bien tapados y protegidos,  los miraba compungida. Estaban abandonados a su suerte. Ambos se miraron muy sorprendidos y de acuerdo mutuo, Nicolás se dispuso a llevarla al coche, cuando apareció un perro muy semejante a la perrita de la cesta, pero de un color un poco mas claro. Ya estaba la familia completa. Aún más sorprendidos, nuevamente se miraron y vieron que el nuevo integrante no oponía resistencia. Los seguía y subió muy rápido con la cesta, y ellos a la camioneta, con gran soltura y felicidad. Una nueva aventura que arrostrar. En realidad, Katia y Nicolás amaban  a los animales. De hecho, tenían tres perros esperándolos en casa. Cuando llegaron y entraron con los nuevos huéspedes, fueron recibidos con una serie de ruidos raros, fueron husmeados de pies a  cabeza, y finalmente aceptados con  resignación. 
Los bebés crecieron y quedaron en casa con toda la familia y sus tres hermanos. Todo estaba en su punto para completar la búsqueda final de la felicidad. Habían realizado la presentación del nuevo  Malbec, proveniente de una cepa especial. El último libro de Katia había sido un éxito total en ventas.
Pero entre la pareja había surgido una gran grieta, difícil de sortear. Nicolás había desaparecido abruptamente, luego de una discusión incomprensible. Katia, desolada, no comprendía  al principio la situación y, cuando tomó debida nota de la misma, decidió  buscar el lugar ideal para refugiarse y vivir en paz.
Sin despertar sospechas, logró un lugar muy especial, una cueva en una montaña no muy lejana que le recordaba las cuevas que existen en Turquía y fueron habitadas durante diversos períodos de la historia por las distintas tribus y comunidades. 
Había visitado la ciudad de Capadocia y pasado varias  noches en un hotel construido en las cuevas de piedra, muy  confortable. Decidió recluirse con sus animales, grandes y leales compañeros, en una cueva arreglada para tal fin, durante el resto de su vida.
Katia, como al principio dije, era una mujer exquisita, de ideas extrañas y vida especial. Pero había decidido vivir  en paz. Escribió una carta muy especial, con muy pocas palabras, y se alejó de la sociedad.

Desenlace - Lilian

Adiós

Antes de cerrar la cortina, mira otra vez el parque. Allá está su árbol preferido, compañero de tantas tardes de escritura. Se descalza para sentir en sus pies el calor y la textura de esa pequeña alfombra que se va a convertir en una de las pocas posesiones que va a llevar. Y ese solo gesto es suficiente para que vuelvan los recuerdos. Volver a repensar y rectificar que su decisión esta bien, que es lo que necesita y quiere hacer.
Lo tiene todo: reconocimiento profesional, social, dinero. Cada libro que anuncia es un escalón en sus éxitos editoriales. Los adolescentes aman sus historias de ciencia ficción, ha podido cumplir con los sueños mas locos, propios y ajenos. Ese departamento frente al Central Park, la casa de sus padres en Leloir, sus maravillosos viajes. Ese camino del Annapurna descubriendo los rincones del cielo, él siguiendo su plan de entrenamiento y ella guardando sin saber cada lugar como un fotograma de felicida. Pero dentro suyo, hace dos años que la angustia y la tristeza son sus compañeras, ese duelo que no se permite mostrar para afuera y que no termina nunca.
Es el momento de empezar de nuevo y lo va a hacer en esa solitaria cueva testigo de tiempos plenos, con los sherpas de vecinos y compañeros, los que tal vez en algún verano puedan bajarle ese cuerpo que espera hace tantos años para sepultarlo junto a su pena.

Desenlace - Ma. Teresa

EMA

Ema nació en un bello día del mes de abril. Sus padres, como es lógico, estaban colmados de felicidad. Ema tenía un hermano que había nacido dos años antes que ella, casualmente en la misma fecha de su nacimiento. Los papis bromeaban:

—Festejaremos sus cumpleaños en la misma fecha y así nos ahorraremos unos cuantos pesos —decían.

Llegó el día en que Ema cumpliría su primer añito y su hermanito tres. Organizaron la reunión, a la que asistió casi toda la familia. 

—Qué raro que aún Ema no sonríe —comentó la abuela. 
—Es todavía muy pequeña —respondieron al unísono los padres. Ellos en realidad ya lo habían notado.

Pasó el tiempo y Ema no sonreía, no hablaba, ni intentaba jugar. Los preocupados padres, consultaron a varios pediatras. Ellos coincidían en que Ema tenía todos los síntomas de una niña autista 

—Eso no significa que sea retrasada mental —aclaraban los médicos. 
—¿Cuál sería entonces el tratamiento? —preguntaban. No lo había. 
—Ella se comunicará con ustedes de la manera en que lo sienta, deben estimularla a hacerlo constantemente y tratar de descubrir las cosas u objetos que más le gusten.

Los padres cumplieron al pie de la letra, con todos los consejos de los distintos especialistas. Fue así que descubrieron que le atraían los lápices y las hojas donde dibujaba estrellas y la luna continuamente. Siempre lo mismo. Decidieron pintar el techo de su cuarto con muchas estrellas y también la luna. Cuando se lo mostraron, Ema sonrió por primera vez y comenzó a hamacarse y aplaudir. Pasaba horas mirando el techo y dibujando. 
Luego fue sumando dibujos de lo que parecían ser naves espaciales y pequeños hombrecitos. Su hermano le había enseñado a escribir. Entonces llenaba los cuadernos de palabras y dibujos que no permitía que nadie leyera o viera. Los guardaba en su baúl. Todos respetaban sus deseos.
El día en que Ema cumpliría sus quince años, la familia pensó en festejarlo de una manera especial, pero a ella le molestaba estar rodeada de muchas personas, solía taparse los oídos, cerrar sus ojos y gritar hasta el momento en que se hacía silencio.
Entonces el papá pensó en un regalo especial, pero no se le ocurría nada. Ema tenía su mundo en ese cuarto y todo lo que quería también. Además había dibujado en las paredes pequeñas historias de seres desconocidos, aun de lo que no paraba de contar en sus cuadernos.
Antes de la fecha de cumpleaños, su mamá entró al cuarto mientras ella dormía y tomó sus cuadernos para ver qué había en ellos. Fue sorprendente para sus padres: había escrito muchos cuentos extraños y bellos a la vez. 

—Esto es ciencia ficción —afirmo el padre—. No debemos mantenerlo oculto, puede que a otras familias con hijos que tengan autismo como Ema les pueda ser muy útil.

Fotocopiaron todo y lo entregaron a un editor, que lo convirtió en un libro y lo puso a la venta. El libro se transformó en un éxito. Algunos medios pedían entrevistar a la autora. Sus padres dudaban de hacerlo, no sabían cómo lo podía tomar su hija. Ellos habían tomado sus cuadernos sin su permiso. Pero, aun así, decidieron contarle todo a Ema, pensaron que tal vez ese libro podría ser el puente que su hija necesitaba para conectarse con el resto del mundo. Que podría sacarla de su aislamiento.
El resultado fue totalmente diferente, la poca comunicación que Ema tenía con su familia, se interrumpió. Le habían robado su tesoro, su mundo, sus sueños. Pasaba sus días encerrada en su cuarto, ya no dibujaba, tampoco escribía. Se sentaba en un rincón abrazada a sus cuadernos. Al libro lo había destrozado.
Una mañana en que la madre iba a llevarle el desayuno, descubrió que Ema ya no estaba, se había alejado de su casa. La buscaron por muchos lugares, sin éxito. Literalmente había desaparecido.
Habían pasado dos años, desde la desaparición de Ema. Mientras su padre leía el diario, una nota le llamo la atención: una pareja de turistas había descubierto una cueva, llena de dibujos de naves, hombrecitos, estrellas y una enorme luna. Al ver las fotos no pudo parar de llorar, eran los dibujos de Ema. Pero cómo había podido llegar hasta allí, tan lejos de su casa. Llamó a su esposa 

—Debemos ir a buscarla —le dijo. La mujer respondió que no, que ya le había robado mucho a su hija, que no le robaría también su libertad.

Desenlace - Virginia

Nahiara es la tercera entre ocho hermanos en la ciudad de Kabul (Afganistán). Recién tiene ocho años que para el desarrollo de esa cultura, ya parece grande. Tiene que adaptarse a situaciones muy duras al límite de lo que parecería que un humano pudiese soportar. Pero ella es especial, le inquieta mirar las situaciones corriendo levemente las amplias cortinas que separan los ambientes, que en realidad son como tiendas improvisadas de amontonamiento y pobreza. Desde allí se esfuerza para pasar desapercibida y disfrutar en observar cómo se mueven, qué dicen, cómo se relacionan esas personas que visitan a sus padres.
Ella, a su corta edad, se ha ingeniado en unir palabras y lograr escribir y cuando puede concurre a una escuela donde el vecino Abdul es maestro. Para sus padres son prioritarias otras cosas: hacer panes para vender y subsistir.
Muchos golpes recibe: por no atender a sus hermanos, por tardar en traer el agua, de un estanque cercano, por escribir. Sus pies descalzos, callosos, se apartan para descansar debajo de un árbol, que crece en esa inmensidad desértica y seca. Ella escribe esta propia historia, estas situaciones que observa. En ocasiones se suma su hermano mellizo y, recostados uniendo sus cabezas, conversan, sueñan, crean sus propias historias, recurso que al parecer los aísla de las calamidades vividas. A medida que crecen , crecen sus confidencias.
Pero se aproxima algo que sabe e intenta negar. No quiere, reniega de ello. ¿Por qué tiene que casarse? ¿Por qué ahora? En su interior hay otra historia. No sabe cómo revelarse y cambiar ese destino. Mientras tanto escribe, situaciones y vivencias que son realmente de ciencia ficción, pero para ella son reales.
Un día de esos llegan esas visitas que la desconciertan, porque vienen en coche, situación que no es usual ver allí. Desciende una figura esbelta, elegante con su estricto burka, de un color melocotón que impacta a la mirada de los que la ven y muchas cabezas de vecinos asomada desde sus casas observando insistentemente. Ella cree que saben, que algo saben, lo puede percibir en la complicidad de sus miradas.
Aparecen casi juntos con ese señor de importante turbante iluminado en su frente con una gran piedra que resplandece como un sol. Su vestimenta es blanca, muy blanca. Desacostumbrada a ver algo tan prolijo: sus ropas son casi ataduras improvisadas de lienzo gastado y sucio.
Allí están. El padre los recibe entre amistoso y melancólico. Su madre se ha esforzado en preparar té para luego ocultarse más y más en un rincón, como para no ser vista. Todos los hermanos paraditos juntos son observados como quien mira un cuadro, excepto el mayor que no está, fue a vender los panes. 
Parece que todo queda allí, desea que pase, que esto no ocurra. De pronto, se levantan. Su padre la toma decidido de su mano y a pesar de su resistencia es introducida en ese coche que la intimida, la asusta. Y por primera vez grita, se aferra a la puerta, se resiste pero el auto comienza el movimiento.
En la lejanía de esa otra cuidad, limpia, asiste, atiende todas las necesidades de la casa, pasa días casi sin dormir, escribe y en algún punto en su interior está gozosa. ¡¡¡No se casó!!! No importa, no importa lo demás. En su reducido espacio, dibuja un árbol, el mismo en que se sentaba en su ciudad natal, y escribe.
Y fue ese señor, el de la casa, el de turbante blanco, que tomó todas sus escrituras y las publicó. Esto fue un verdadero bum y, con ello, la fortuna. Ya es una jovencita de doce para trece años. Todo sucedió inesperadamente, como impactan los grandes sucesos en las vidas. Ella será la cuarta esposa de ese hombre, que se apropia de su fortuna, de sus deseos de su vida toda. Siente cómo se rompen sus hojas escritas, se adapta y se despliega, para vivir en la inmensidad de su cueva interior, nadie se enterara. Cuánto desearía contarle a su hermano sus vivencias, pero queda atrapada en su cueva.
Ojala pueda salir, revelarse, romper, ser oída, correr riesgos, porque de todas maneras prefiere ese riesgo al vivir en oscuridad y sombras.
¿Esto será cierto o sólo se tratara de sus escrituras de ciencia ficción?


Desenlace - Stella

Ya no puedo más. Mi cabeza, mi cuerpo, mi vida están llena de mundos y personajes en los que nadie cree. Dimensión desconocida para muchos no para mí. Estoy convencida de que existe y que de allí salí. Pero aquí otros problemas me acechan: la pobreza, la falta de oportunidades... si sigo así me volveré loca. Debo comunicarles que ese otro mundo es real. Lo lograré a través de una historia: mi historia plasmada en una novela.

Lo logré, mi novela, mi vida ha sido un éxito. Tengo todo, fama y dinero, pero nada cambia. Ya no vale le pena seguir intentándolo.

Rompí el manuscrito en mil pedazos y dejé que el viento lo desordenara. Mi casa está en manos del fuego. Respiré ahora tranquila y comencé a caminar hacia las montañas dónde ubique la cueva, mi cueva, que me permitirá volver a mi verdadero origen, más allá de la tierra. 
Ellos me vendrán a buscar. Estoy en paz.

Desenlace - Emiliano

En el complejo entramado de una sociedad cada vez más diversa, hay un grupo de personas con las que nunca simpaticé y que se dan en llamar "intelectuales". Es fácil dar con ellos porque tienen mucha exposición mediática. Digo que no simpatizo con ellos porque son arrogantes y dan la impresión de ignorarnos cuando no despreciarnos. Presumen de dominar cuanto tema de actualidad esté dando vueltas para concluir siempre en lo mismo: los problemas que aquejan a la sociedad no son económicos sino culturales. Invariablemente caen en lo mismo: la educación. Lo que no dicen es a qué se refieren y mucho menos en qué consiste la solución. 
Yo suelo burlarme de ellos en la intimidad de mi conciencia diciendo que los "intelectuales" prestan un gran servicio que es el de ahorrarnos el fatigoso trabajo de pensar ya que ellos lo hacen por nosotros. Lo único que falta es que hablen de Marcela Ortiz, cuando si hay alguien que sí puede hacerlo ese soy yo. La conocí la traté y la admiré siempre. Es una escritora talentosísima que no tuvo el reconocimiento que se merecía hasta que publicó Recuerdos del futuro, un libro de ciencia ficción que alcanzó un éxito editorial extraordinario y con el que amasó una pequeña fortuna. 
Cuando me enteré de que había tomado repentinamente una decisión desconcertante me preocupé y mucho. Lo que no saben los intelectuales es que la educación adolece de una cuestión y es que nos prepara para sobreponernos al fracaso pero no al éxito. El fracaso abre las puertas a la esperanza y el éxito las cierra definitivamente. Cuántos hombres y mujeres no pudieron soportar el éxito por no estar preparados y hasta se quitaron la vida. Cuando supe lo de Marcela pensé en lo peor pero cuando me enteré de que había decidido pasar el resto de su vida en una cueva y solo eso respiré aliviado.

Desenlace - Fabiana

Corría el año 1944 y en Europa la guerra arrasaba todo a su paso.
Entre las frías paredes húmedas de un sótano, Rita escribía historias y volaba con su imaginación.
—Aquí tienes, mi pequeña escritora —le decía su padre y le entregaba con sus manos gastadas algunas hojas manchadas que conseguía de contrabando, mientras acariciaba con dulzura y tristeza el cabello lacio de la niña. 
Rita quería ser una famosa escritora de novelas de ciencia ficción. De su cabeza de joven de 15 años salían personajes e historias fantásticas. La visitaban alienígenas y vehículos que la llevaban al futuro a través del aire. El espacio abría ante sus ojos el futuro.
Mientras tanto, afuera, los cuerpos desmembrados que habían sido alcanzados por las bombas se acumulaban. El miedo mandaba. En medio de ese escalofriante escenario, Rita era visitada por estrellas que no podía ver, siempre encerrada en ese sótano oscuro.
Soñaba con ser libre, ser rica para poder ayudar a sus padres y a su pequeño hermano.
—Seré una escritora famosa, con mi dinero compraré una casa y ni tú ni mamá sufrirán miseria —repetía.
—Todo lo que sueñes se hará realidad y tu madre y yo viviremos para verlo —sentenció el padre con lágrimas en sus ojos. Mientras tanto la joven seguía imaginando que la llevaban a otros planetas donde los campos estaban sembrados, allí donde se podía elegir un vestido bonito con solo apretar un botón y donde las armas no existieran.
Los años pasaron, la guerra terminó pero su afición por la escritura se hizo más intensa. Escribía, pero ya no en hojas manchadas. Sufrió el exilio, el desamor, el rechazo de sus historias, pero nunca bajó los brazos, debía demostrarle a su madre que ella podía ser famosa. Su padre y su hermano ya no podrían verla, habían quedado allá, en el sótano oscuro.
Después de insistir, por fin logró publicar una novela de Ciencia ficción esperando que esta vez su sueño se hiciera realidad. 
Un día gris de otoño, su madre dejó este mundo real para volar a alguna de esas galaxias que aparecían en las novelas de Rita. Ese mismo día, llegó hasta sus manos un cheque con una suma millonaria. Su libro había sido un éxito. Su mente viajó de pronto a su niñez. Enloqueció de furia, de decepción. Su tristeza la llevó a querer aislarse, ciega de dolor se fue a una cueva rodeada de piedras. Quizá necesitaba subirse a una máquina del tiempo y viajar a su pasado, a ese sótano oscuro, escribir otra vez en hojas manchadas, pero esta vez sola, libre y con un techo pintado de estrellas.

Desenlace - Darío

En un pueblo llamado Alyssum, vive una señora llamada Paulina cuyos objetivos son ser cantante y escritora famosa. Desde que se puso esa meta, para lograrlo ella siempre escribe cosas como pensamientos, ocurrencias, cuentos, etc. Un día después de escribir muchas hojas de distintas cosas, todo lo publicó en redes sociales para ver si daba resultado, eso dependía de si recibía muchos me gusta o no. Tiempo después se dio cuenta de que sí, a la gente le gustaba lo que ella publicaba, además todos los comentarios eran muy buenos, así que estaba muy feliz y llena de ilusión. 
Luego de lograr ser famosa en redes sociales, comenzó a hacer covers de canciones. Al principio no le gustaba como le salía pero seguía practicando igual. Al mes siguiente ella notó una mejora pero creía que debía seguir practicando para lograr llegar a su objetivo. Meses más tarde ella logró mejorar al punto tal que lo publicó en redes sociales, incluso en YouTube.
Al año siguiente se da cuenta DE que a la mitad de la gente le gustaba pero a la otra mitad no: recibe comentarios buenos y malos. Ante eso, todavía con ilusión, decide seguir practicando para intentar lograr que a la mayoría de la gente le guste. A la semana siguiente, la llaman de un lugar para probarse como cantante, ella acepta con muchísimo gusto, el hombre que la llamó le dice que sus publicaciones se volvieron virales en internet y así es como se interesaron en ella. En ese momento, después de cortar el teléfono, sale para ese lugar. Una vez ahí el hombre la recibe y le indica en donde es la prueba. Al terminar, el hombre la felicita por animarse a probar y le dice que le gusta como canta, ella le agradece. Justo antes de que ella se vaya, el hombre la invita a tomar un café, ella acepta, durante ese momento él confiesa que ella le gusta, ella queda sorprendida y reconoce que también a ella le gusta él. Un rato después ella se despide y vuelve a su casa. Estando de vuelta en su hogar, ella se queda pensando en el hombre, no lo puede sacar de su mente. 
Es de día en el pueblo, Paulina se despierta, se levanta, desayuna y sigue con los covers por horas porque quiere seguir mejorando. Momentos más tarde recibe mensaje del hombre de la prueba, preguntándole si mañana tiene tiempo para ir a tomar algo, ella le contesta que sí, él le responde que buenísimo.
Llegó el día de la salida, Paulina se encuentra con el hombre, van a un bar y se ponen a charlar tomando un café. Entonces ella le pregunta: "¿Cómo te llamás?". Él responde "me llamo Gog", ella contesta "qué lindo nombre", él agradece, terminan el café y siguen charlando. Entonces ella le pregunta "¿Querés ser mi novío?" y él acepta.
Dos años más tarde ellos deciden convivir juntos. Buscan y consiguen una casa y están muy felices de haberla conseguido. Al cabo de tres meses se dan cuenta de que hay muchas diferencias entre uno y otro, hay actitudes y cosas que molestan al otro, la convivencia no parece ser ideal. Siendo que discuten mucho, tanto es así que no pueden hablar sin que termine en discusión. Paulina dice que él tiene muchas actitudes de liderazgo, que la critica mucho y da órdenes todo el tiempo. Gog dice que Paulina siempre controla lo que hace y lo que no hace, además es muy celosa, incluso en la calle cuando salen ella se ofende porque las chicas lo miran con cariño y ella termina discutiendo con las personas de la calle. En el caso de Gog siempre le dice a ella lo que según él tiene que hacer y a qué hora, ella se molesta mucho y deja de obedecer, siendo que ella reclama libertad, no solo en la casa sino que también en público.
Ante toda está situación incómoda, la felicidad no existe para ninguno y no tiene sentido seguir así. Lo mejor sería que uno de ellos se vaya. Un rato después, Paulina decide que es ella la que se va, agarra sus cosas y se retira de esa casa, vuelve a su casa anterior. Al llegar está desanimada, decepcionada, triste, no tiene deseos de hacer nada porque se había enamorado y eso solo terminó siendo un error porque él no era el hombre ideal pero ella lo quería, incluso estaba muy ilusionada con que él era el hombre de su vida. Tanta era la decepción que se fue a dormir.
Muchas horas después despierta, se da cuenta de que durmió demasiado pero no le molesta a pesar de eso, entonces se pone a mirar el celular para ver si logra animarse pero solo se entristece más porque la inmensa tristeza que tiene no le permite volver a seguir intentando lograr los objetivos que se había puesto ella misma.

Sputnik - Alicia

Historias de ferrocarril

Cuando Teresa salió del campo tenía 15 años. Sus padres habían decidido mudarse a Villa Ruiz, un pueblo pequeño y sereno, de no más de seis o siete manzanas, con tan sólo unos pocos negocios que abastecían las necesidades básicas de sus habitantes parcos, rústicos y solidarios que, acostumbrados a una soledad participativa y comunitaria, abrían sus puertas a todo aquel que lo necesitaba manteniendo en alto el saludo permanente.
Así que una fría mañana de invierno llegaron a la vieja casa ubicada en una esquina arbolada, en diagonal a la iglesia, frente a la plaza de Villa Ruiz. La mudanza fue rápida, no había muchos muebles que acomodar. Pero había que ingeniárselas para sobrevivir, ya que el trabajo escaseaba, por lo que instalaron una tienda en la habitación que daba al frente. Allí plantó Teresa su máquina de cocer y con sus 15 años se convirtió de a poco en la modista del pueblo. Era tan hábil y creativa que los trapos se transformaban en lo soñado para cualquier chica o mujer del pueblo. Todas recurrían a Teresa para lograr generar envidia, presumir o enamorar.
Fue así que esta muchacha de tez blanca y ojos verdosos, menuda como un duende, inquieta, decidida y de tono autoritario logró convertir el lugar en un taller de costura donde no sólo se cosían prendas: allí se sabía y se discutía la vida de todo el pueblo. Por eso esa tarde el tema de conversación fue la estación de trenes y el primer viaje hacia la capital como tren estatizado.
Corría el año 1947 y el "Federico", como se lo llamaba al ramal Urquiza, festejaba ser al fin del pueblo. Había nacido allá por 1897 tirado por caballos, Tranway Rural, pasó más tarde a locomotora a vapor y ese día era de la gente. Pero a pesar de la alegría festiva por el acontecimiento histórico que vivía la comunidad de Villa Ruiz el tema preponderante entre las muchachas era la masculinidad de Juan, el jefe de la estación. ¡¡Todas morían por él!! La intriga por ese hombre crecía en Teresa, eso era nuevo para ella. El mandato familiar estaba tan arraigado en su mente que nunca se había atrevido a pensar y mucho menos a mirar a un hombre. Como hija mujer primero estaba coser, atender y ayudar a su padres. Para amoríos estaba su hermano, así que lo suyo era solo un sueño, tan íntimo que ni siquiera intentó comentarlo con las jóvenes que concurrían su taller.
Y así como llegó el tren a Villa Ruiz, llegó el amor a la vida de Teresa. Cuando Juan la vio por primera vez ya había decidido que sería su mujer. Así que se brindó entero, la agasajó, la conquistó, le ofreció el mundo. Se encontraban a escondidas, se besaban como delincuentes, robaban pasión y se escapaban corriendo por temor a que los descubrieran y los despojaran del botín. 
Teresa luchaba con sus miedos, con su desvalorización femenina, sus derechos reprimidos, su sumisión, su deber de hija. Se debatía con la culpa del abandono filial si algún día tenía que optar por un hombre, una familia propia. Pasaron los años, Teresa no había logrado superar sus temores y Juan, por terror a perderla, seguía amándola en la clandestinidad. Corría la década de los 90 cuando la política truncó el amor. Muchos ramales ferroviarios, sobre todo los pueblerinos, se cerraron. Juan debía volver a la Capital y fue contundente con Teresa: irse juntos o el final de ese amor añejo.
Se fue el tren y se fue Juan para no volver nunca. Pero en Villa Ruiz quedó la Vieja y amarillenta estación que aún hoy sobrevive y Teresa, trasparente, arrugadita, cansada y sola con sus 90 años, esperando un amor y un tren que jamás volverán a pasar.

Sputnik - Norma

Hoy es un día muy especial.
Sumire decide cambiar su vida. Los hábitos y costumbres en sus comidas y, también, buscar ver la vida desde otra Óptica. Su intención es vivir más en su interior, en su conciencia.
Han pasado muchas cosas en estos últimos tiempos: la pérdida de sus padres, recuerdos imborrables que aún perduraban en su memoria, por el amor que siempre le dieron desde su más tierna infancia hasta su adultez. Con la comprensión y comunicación que mantenía con ellos habitualmente.
Luego de estos hechos lamentables, se le vino encima la última materia que debía preparar en la facultad para  terminar la Licenciatura en Psicología. Tan preocupada estaba que había dejado de lado amistades profundas y de larga data, que asiduamente la invitaban a reuniones a las que no asistía por su dedicación al estudio.
Finalmente, había aparecido ese sentimiento inexplicable y súbito que había nacido en su corazón por una mujer, Magda, que ocupaba gran parte de su vida y que había acabado con sus fuerzas, ante la agonía y muerte del amor de su vida. Ante semejante situación, sus fuerzas flaquearon y decidió tener un tiempo sabático para repensar en sus decisiones futuras. Ya había terminado con  la facultad y ya más serena logró determinar tomarse un tiempo para controlar su vida desde un ángulo más espiritual. Necesitaba descubrir qué camino la podía conducir a la felicidad.
Compró un pasaje para viajar por la India y Nepal y conocer cada ciudad oriental que pudiera darle a conocer la sabiduría que estaba buscando para aplacar las dudas que cada día le surcaban la mente.
Munida de un bolso muy cómodo y una pequeña valija, partió muy decidida a encontrar las respuestas que estaba buscando en una aventura bastante desconocida. Había reservado lugares de meditación, retiros y experiencias de toda índole para abrirse a ese nuevo conocimiento totalmente desconocido para ella hasta ese momento.
Llegó y fue alojada en una especie de convento antiguo, muy fresco, con sus techos altos y grandes ventanas a través de las cuales se apreciaba una gran vegetación, altos árboles muy verdes y  múltiples animalitos propios de la zona que jugueteaban en las ramas de esos poderosos protectores  de la naturaleza.
Pasaron pocos días y logró comunicarse muy bien con algunas personas del lugar, compañeros que hacía tiempo estaban viviendo en el lugar. La gente muy afable, servicial y comprensiva, le daban una paz y alegría y la compensaban con  energía  positiva y ganas de proyectar a futuro.
Hacían interesantes debates luego de charlas profundas. Leía mucho para poder entender el significado de todas esas nuevas palabras que ingresaban a su nueva carrera del conocimiento  espiritual. 
Así mismo, la vestimenta, cómoda, fresca y amplia la hacían sentir más libre y no tan pegada a la  uniformidad de la moda actual. Estaba en otro país, lejos de la uniformidad de la moda occidental.
Solían almorzar, en lugares pintorescos, comidas de variado sabor con condimentos tan sabrosos y diversos, que comenzó a sentirse feliz de haber optado por hacer ese viaje tan soñado. Solían probar los diferentes postres que les ofrecían a cada paso.
Pasaron los meses. Recorrió ciudades en trenes llenos de gente. Hizo amigos y con ellos pudo vivir experiencias maravillosas en lugares donde la naturaleza supera cualquier idea, dibujo o sueño muy soñado. Valoró lo mucho o lo poco que se puede hacer, comprar o vivir con mucho o poco que se pueda tener para comprar o canjear. Observó lo poco que tienen muchos y cómo lo comparten, y lo mucho que tienen pocos y cómo ostentan. Y así nació otra Sumire: serena, sabia y amante de la vida natural, simple y sencilla, conocedora de la mente humana y de su propio valor  ante la vida. En busca de la felicidad, del amor y de la familia.
¿Habrá encontrado su verdadero camino?

Sputnik - Virginia

Sumire, una niña grande, viaja como todos los días. Sube al tren, mira a su alrededor y aprecia ese día luminoso, claro, prometedor. Contempla mientras lee un libro, el viaje es prolongado.
De pronto el cartel esta frente a ella y las imágenes... Se regocija. ¡¡¡Son sus obras expuestas en un centro de arte que se ven allí!!! 
Quisiera prolongar el detenimiento del tren en ese lugar, pero deberá esperar. La ansiedad se apodera de ella y el pensamiento vuela y las preguntas aparecen ¿Quién las habrá colocado allí? ¿Quién tendrá interés en hacerlo? Y muchas otras preguntas. De pronto, el recuerdo de Marisa, aquella compañera de ruta, de vivencias, de intercambios personales de ellas, sólo de ellas.
El día próximo se presenta altivo, desafiante y, por qué no, expectante.
El tren se detiene y el nombre parece saltar del cartel de presentación. Ella siente cómo late su corazón y su respiración se acelera. Y al mismo tiempo una lágrima corre por su mejilla a través de sus lentes negros colocados intencionalmente porque conoce de sus emociones
Dice asi: "Muestra de arte agradeciendo especialmente a artistas conocidos".
Marisa.
Se regocija. Su asombro se transforma en expectativa. Nacen, como en el ayer, vivas e inquietantes.
Ella irá, ella irá, al encuentro de su amiga del alma.

Sputnik - Claudia

Cuando su brazo rodeó mi cintura. La diferencia de edad cayó al suelo con nuestras ropas, mientras el anillo, que había dejado sobre la mesa de noche, nos observaba. El nombre de mi esposo, grabado en él, me castigaba. Aun así tenía la necesidad de abrir mi piel, como si fuera un abrigo, para guardar ese cuerpo amado que ahora me acariciaba. 
En un recoveco de nuestra consciencia habíamos ocultado mi realidad y las lágrimas huían sigilosas entre mis gemidos.

—No llores, Myü. Te amo. Eso es lo que importa —me dijo al oído. 
—Soy feliz, Sumire. Llegué al cielo, no quiero volver.

Nunca regresamos por los corazones que dejamos en Saint Tropez aquella primavera del 2000.

Sputnik - Osvaldo

Sumire entró con paso firme a la joyería y pidió que le mostraran el mejor anillo de compromiso que tuvieran. El joyero le presentó uno: la hermosa piedra solitaria, brillaba como un diminuto sol resplandeciente. Sumire contemplo  el anillo y con una sonrisa lo aprobó. Preguntó  luego el precio y se dispuso a pagarlo.

—¿Se va Ud. a casar pronto? —le preguntó  el joyero.
—No —respondió—, ni siquiera  tengo novia.

La muda sorpresa del joyero divirtió a la compradora.

—Es para mí mamá —dijo Sumire— Cuando yo iba a nacer estuvo sola. Alguien le aconsejó que no me tuviera así se evitaría problemas. Pero ella se negó y me dio el don de la vida. Y tuvo muchos, muchos problemas. Fue padre y madre, mi amiga, mi hermana y mi maestra. Me entendió en lo que siento y soy, ahora que puedo le compro este anillo de compromiso, ella nunca tuvo uno. Yo se lo doy como promesa. Sé que ella hizo todo por mi, ahora yo haré todo por ella.

El joyero no dijo nada, solamente ordenó a su cajera que hiciera a la señorita el descuento aquel que se hacía nada más que a los clientes importantes.

Sputnik - Ana

En la tierra y en el aire se cruzan muchas historias: algunas reales y otras no tanto. 
Sumire logró lo que tanto deseaba. A pesar de la oposición de sus padres, ella se preparó para volar. Su sueño era ser auxiliar de a bordo.
En su primer viaje a Islamabad, conoció a un pasajero llamado Abdul. El caballero era muy simpático y elegante. Entre ellos se percibía un magnetismo muy especial. Poco tiempo después en un vuelo a Yakarta, Sumire se encontró con Abdul entre los pasajeros. Se intercambiaron sus números telefónicos y acordaron encontrarse en Corfú durante el verano europeo. Transcurrieron dos días y Abdul no llegó. El avión en el que viajaba cayó en el océano Índico esa misma tarde.
La tristeza envolvió a Sumire. A pesar de todo y con la fuerza de su juventud ella continuó volando por el mundo. Sumire estaba segura que en otro avión otro caballero sería realidad y para siempre.

Sputnik - Ma. Teresa

SUMIRE

Comenzó su día, como lo hacía habitualmente: café negro, una fruta y una llamada telefónica. Llamaba, escuchaba la voz y cortaba. Era su manera de saludar a un amor que la tenía obsesionada. Compañera de facultad, bastante mayor que ella (cosa que no le importaba) y comprometida. La había visto encontrarse con un hombre los viernes, al salir de las clases.
Sumire era tímida, poco demostrativa y nunca se había animado a hablarle.
Llegó el viernes y el caballero no vino a esperar a Judith (así se llamaba). Sentada en un banco de la plazoleta que se encontraba frente a la facultad, Sumiré vio a Judith esperar un momento y luego dirigirse hacia ella. Pensó que se le iba a detener el corazón. ¿Qué le diría? Nunca le había hablado, ni siquiera un "hola" al pasar.
Era ya tarde, de noche cerrada, pero a Sumire le pareció el cielo más hermoso y el titilar más brillante de las estrellas. De la luna ni hablar. Era una ocasión muy esperada, no podía dejarla pasar.


—Hola, ¿cómo estas? ¿Te molesta si me siento a tu lado? Esperaba a alguien, pero se ha retrasado parece. Me llamo Judith, te he visto en clases, tu nombre es…
Sumire enmudeció por un momento. 
—Si si, perdón mi nombre es Sumire, sentate no hay problema. 

Se miraron fijamente, una mirada mágica, como si sintieran la necesidad de no hablar, tan solo mirarse. Algo en el aire fresco de la noche, parecía abrazarlas para siempre. Sumire rompió el silencio. 

—Hace tiempo que quería hablarte, pero, no me animaba. Y ahora que estamos aquí, frente a frente, te lo voy a contar. Desde que te conocí, sentí algo especial hacia vos, creo que te amo.
Judit, no pudo reaccionar, se levantó y se alejó.

Sumire lloró tanto que la luna oscureció la noche y ya no había estrellas. Se levantó y decidió regresar a su hogar. Ya no la llamaría. Dejaría la facultad. Seria para ella un martirio verla, además de que se sentía terriblemente avergonzada.
Pasaron los días. Pensó mucho en lo que había ocurrido. Y un día decidió que ya no se escondería más, que otro amor podría surgir y que ella era Sumire y la deberían aceptar como era.
Retomó la facultad, no volvió a ver a Judith, tal vez no se atrevía a verla. No le importó.
Un día alguien se sentó a su lado. 


—Mucho gusto, me llamo Claudio y soy gay. Espero que no te importe. 


Sumire sonrió. Desde ese día tendría un amigo. Todo había cambiado. Era ella por fin.
Pasaron unos meses, Sumire desayunaba tranquila, preparándose para salir. Sonó el timbre, abrió la puerta y allí estaba Judith, con una rosa en la mano.

Sputnik - Stella

Y de repente tuvo sentido este momento, este hoy. Comenzaba una nueva vida: la de ser, la de sentir lo que nunca se había permitido. Fin y Principio.
Sumire sería Ella. Nada ni nadie le prohibiría vivir a través de sus sentimientos. Esa mujer sólo fue el instrumento para conocer el amor y conocerse

Sputnik - Dora

Sumire se movió con el cristal, en reflejos pavoneados, trozos del luminoso paisaje urbano de aquellas primeras horas de la tarde, perfiles de casas, arboledas, avenidas, azul cielo, cubierto a trechos por cúmulos blancos y grandes.
En el esplendor envolvente de la tarde, su figura rubia y esbelta, surgió espléndida. De un lado la bañaba el Sol, por el otro, su cuerpo reflejaba a capricho. La blancura de su rostro, lucía con calidez, sobre el rosa de su traje. Sus ojos verdes, parecían prolongar la luz que bajaba desde las ramas de los árboles. Paseaba ella de un lado al otro, aguardaba, percibía, cita o descubrir.
Caminaba de un lado al otro y la luz, persiguiéndola, la hacía integrarse a en el paisaje, la sumaba al claro juego de los brillos húmedos y de la luminosidades transparentes. Iba, por ejemplo, al atravesar las regiones bañadas de sol.
Greta acababa de cumplir veinte años, tenía el busto armonioso, las piernas bien hecha y la cadera dotada de graciosos movimientos que aumentaban con insólitas irradiación activa la belleza de sus rasgos. Sus ojos eran grandes, brillantes y oscuros. Su pelo negro, su boca de dibujo precioso, sensual, sus manos y pies breves y ágiles. Contemplándola, se agitaban de golpe, como torbellino, como mar en tormenta. Sumire al menos lo sentía así.
Todas las ansias del vigor adulto, todos los deseos de la juventud.

Sputnik - Darío

Es un día soleado en la ciudad y Sumire sale a trabajar. Él es empresario y su horario es de 8 a 22, de lunes a viernes. Al día siguiente hay un conflicto en el trabajo, él no se llevaba bien con uno de sus compañeros desde hace tiempo pero a pesar de eso no se hablan mucho, salvo en esta ocasión que necesitan comunicarse para cumplir una tarea. Eso no sale nada bien porque que discuten y se amenazan mutuamente.
Tres días después, Sumire recibe un mensaje anónimo en su celular, que es muy amenazante y le preocupa muchísimo, por eso intenta investigar de quién se trata pero no pudo saberlo.
Unos días después, volviendo del trabajo, se encuentra con una persona llamada Rósula, que sin saberlo es la que lo va a ayudar: Rósula es investigadora y detective profesional, a través de pistas puede descubrir cosas que otros no. Le llama la atención sobre ella que parece ser gótica por la forma de vestir. Entonces la saluda, ella le devuelve el saludo y siguen su camino.
A la semana siguiente él se tropieza en la calle se cae y se dobla el tobillo. Justo una persona que pasaba por ahí, lo ayuda a levantarse, es Rósula. Entonces ella lo lleva al médico para que se cure el tobillo, lo atienden y él le agradece por lo que hizo, ella esta encantada de haberlo ayudado. Empiezan a charlar sobre sus vidas y en ese momento le cuenta a ella el problema que tiene. Rosula le cuenta a qué se dedica y le dice que lo va a ayudar. Él, muy agradecido, le muestra el mensaje anónimo y le pasa el número para estar comunicados por si logra descubrir de quién es ese número.
Luego de que lo atendieran se recupera pero lo tienen que enyesar. Ellos salen del médico, ella le ofrece acompañarlo a la casa y él acepta. Van juntos y al llegar toman algo. Entonces se confiesan que se gustan, pero ella dice que es mayor que él. Sumire dice que eso no tiene importancia, el amor no tiene edad. Ella no coincide, él intenta convencerla y al pasar un rato lo logra. Finalmente ya era tarde pero no se podía salir porque llovía muy fuerte, entonces Sumire muy amablemente la invita a quedarse en la casa porque estaba muy complicado volver por la lluvia.
Pasan unas horas y ya es de día en la ciudad. Sumire se despierta, se levanta, desayuna, va a trabajar. Mientras tanto Rósula hace lo mismo y vuelve a su casa.
Más tarde, al investigar tanto, descubre quién es el de los mensajes amenazantes. Le informa a Sumire por mensaje que quien hizo eso su el compañero de trabajo. Al saber eso, va a hacer la denuncia y vuelve a su casa.
Tiempo después Sumire se entera de que el compañero que lo amenazaba va preso por las evidencias que había en su contra. Siente alivio y decide darle la noticia a Rósula, que se pone muy contenta por haber ayudado a que se solucionara el problema.
Al mes siguiente, Rósula debe hacer un viaje a otra ciudad por trabajo en unos días, lo invita a Sumire y él acepta y renuncia a su trabajo por el viaje.
Quince días después llega el día del viaje: Rósula se encuentra con Sumire, van al aeropuerto y suben al avión. Cuando llegan a la ciudad, buscan lugar para hospedarse y empiezan a convivir juntos.

Sputnik - Lilian

SUMIRE ( HISTORIA DE AMOR)

Sumire no puede contener su emoción y vuelve a mirarse en el espejo. Ese sweater liviano rosa fuerte le da luz a su piel y contrasta con el negro de su cabello. Sólo se va a maquillar la boca, quiere que se noten sus dientes perfectos y su gran sonrisa. Es joven, se siente bonita y es su gran día.
Está todo preparado: la mesa puesta, el servicio de té reluciente. Hoy la va a ver. Tantas veces esperó este momento, fantaseó con encontrarla casualmente, la esperó en los lugares a los que ella concurría. Sabe de memoria lo que Magda piensa, lo que siente por su marido y sus hijos, por su trabajo.
¡Está enamorada!  ¿Va a poder decirle lo que siente? Es arriesgado, pero Magda es una mujer grande, inteligente, que lucha contra los prejuicios de género y la va a comprender. Posiblemente no sea la única vez que alguien le haya declarado su amor. Pero el de ella es distinto, hace años que la busca, que espera escuchar su voz a diario y, aunque ha tratado de borrarse ese sentimiento y decirse mil veces que es imposible, no lo ha logrado.
¿Quién hubiese dicho que en estos tiempos de virtualidad, ella iba a tener esta cita! Mira de nuevo el reloj, la mesa, el rayo de luz que entra por la ventana, faltan cinco minutos para las 16.
4,3,2,1… Ya está, el vivo en Instagram de la psiquiatra Magda Sosa hablando como todas las tardes del control de emociones, y que hoy está dedicado especialmente a adolescentes y jóvenes

Sputnik - Fabiana

Un día normal, un lunes por la mañana, Sumire se dirigió a la Universidad a cursar la última materia para obtener su título de Licenciada en Psicología. Era un lunes igual a todos los lunes, después de un fin de semana aburrido: últimamente sus fines de semana no tenían mucho de pintoresco, sólo arreglaba el jardín y terminaba viendo una serie con su perro Pucco. Sus padres habían muerto en un accidente automovilístico hacía unos meses y el ánimo no le daba para mucho más. Tenía pocas amigas y nunca había tenido novio y, la verdad, eso no le interesaba.
Como siempre llegó a la facultad y se sentó en uno de los primeros bancos. Los lunes tenía que escuchar al Sr. Pong, un hombre correcto, respetuoso y terriblemente aburrido. Pero ese día en su lugar entró una mujer de unos 40 años, diminuta, suave, con piel de papel de arroz, una sonrisa luminosa y una corona de cabellos transparentes. Su voz era clara y segura y se presentó como la Sra. Ali Heng. Fue en ese preciso momento cuando Sumire supo que esa mujer de mirada clara se había instalado para siempre en su vida.
Los lunes pasaron primero con pequeños acercamientos, luego fueron charlas interminables, más tarde cafés. Quizá el haberle contado de su soledad fue el principio de una amistad y así como Sumire desnudó su alma, Ali comenzó a contarle sobre sus sentimientos: estaba casada y no era feliz.
Sin querer, comenzaron a rozarse, a mirarse, a reírse y a llorar juntas. Sin querer, empezaron a extrañarse y, sin querer, Sumire entró en la vida de Ali y Ali en el corazón de Sumire. Buscaron excusas para encontrarse los fines de semana, que ya no resultaron aburridos. Los roces pasaron a ser caricias tímidas y pronto la pasión las envolvió.
Hasta que un lunes, en que Sumire esperaba sentada en primera fila, Ali no llegó. No contestaba el teléfono. La noche del domingo había notado su voz temblorosa y triste.
La muchacha corrió hacia la casa de Ali, se paró en la vereda de enfrente, no se animó a tocar a la puerta. Luego de un tiempo que se le hizo eterno vio salir a un hombre. "Debe ser el marido" pensó. Se acercó, se presentó como una alumna e intentó averiguar qué era lo que estaba ocurriendo. El hombre, al que ella había imaginado monstruoso y al que llegó a odiar, la miró y con los ojos llenos de lágrimas habló. Sumiere sólo escuchó palabras sueltas: enfermedad, incertidumbre, tiempo, médicos, vida.
Nada ni nadie la separaría de Ali. Durante un mes Sumiere vigiló su sueño intranquilo, en ese hospital que era testigo mudo del amor infinito entre ellas. A pesar de que la enfermedad iba debilitando el cuerpo de Ali, la presencia de esa muchacha joven que recién empezaba a vivir le inyectaba fuerzas y fe.
Hasta que un lunes caluroso de febrero, Ali abrió sus ojos, miró a ese hombre que había vivido con ella durante años. Miró a Sumire, esa joven que le había despertado los sentidos. Y señaló hacia la ventana: una estrella fugaz emitía una luz que atravesaba el cielo manchándolo de azul.
Sumiere observó el brillo de los ojos de Ali que de a poco se fue apagando. Tomó su mano, giró la cabeza y contempló a ese hombre que nunca sabría que su esposa amaba perdidamente a esa chica que lloraba desconsolada del otro lado de la cama de hospital.
Es increíble, pero todos los lunes llega a la ventana de la casa de Sumiere un pajarillo de plumaje suave y con una corona transparente como la cabellera de Ali, que con su canto viene a despertarla.

Relato libre - Emiliano

No sé en cuántos lugares he vivido, pero son los suficientes como para ni siquiera recordarlos. Mi sexto grado lo cursé en Cipolletti donde completé mis estudios primarios. Un día cualquiera, próximo a la finalización del año, mi madre me comunicó que venía de la escuela a donde había sido citada por la Directora. Le había dicho que habiendo sido yo el alumno más destacado me había hecho merecedor de una medalla en reconocimiento a mi actuación escolar y que la misma se me iba a entregar en el acto de fin de curso. Mi mamá le pidió que se la entregara en ese mismo momento ya que a mí padre le había salido el traslado y no podíamos permanecer hasta ese día. La Directora se negó y partimos hacia un nuevo destino. 
Tuvieron que pasar cincuenta años para que viaje a Cipolletti a buscar la medalla que había ganado en buena ley. Localicé la escuela (cosa que no me fué fácil) y me alojé en un hotel. Una vez en la Secretaría y a pesar de los años transcurridos el registro estaba intacto y daba fe de que efectivamente todo había sido tal y como yo lo recordaba. La sorpresa fue cuando me dijeron que la maestra que firmaba al pie gozaba de buena salud. Esa noche cené en su casa y al día siguiente asistimos al acto de fin de curso en el que recibí de sus manos aquella medalla. En el momento del ingreso de los nuevos egresados no pude aguantar el llanto porque me vi formando parte de ellos. Esa noche por fin pude dormir en paz.

Personajes y personas - Graciela

Cómo no recordar esa tarde cuando caminaba por el sendero al pueblo. Los altos árboles y la vegetación  no me permitieron anticipar lo que sucedió.  El viento  me envolvió  y me detuve en seco,  frente a  mi vislumbré la silueta de un esbelto caballo que se detuvo de golpe, asustado. Su jinete voló al lado del camino. Me quedé paralizada. A gritos me recriminó mi aparición en su camino como un hada emergiendo desde la  profundidad del bosque. Lo ayudé a levantarse: su mano firme y fuerte  me cortó el aire. Temblé desde la cabeza a los pies. Su porte, su enojo y su mirada inquisidora penetraron en mí. Nunca más me sentí sola.

[Jane Eyre]

Personajes y personas - Claudia

Ojos rasgados y obediencia
amistad y búsqueda
la voz del río, el latido del cielo
ayuno y separación
buscar sin encuentro
amor, excesos, continuidad
muerte
soledad, frío, entendimiento
hallar y trascender

[Siddhartha]

Personajes y personas - Alicia

Cuando entró en la biblioteca para encontrarse con su personaje, el desparpajo desorden era tal que creyó entrar en la casa tomada de Julio Cortázar o en la vieja casa de los espíritus de Isabel Allende. Los personajes parecían gritarle desde cada rincón del lugar. Sorprendido vio como el silencioso y solitario peatón de Ray Bradbury caminaba sobre la cornisa de un estante. El inmortal de Borges y el perfecto Sonny, robot de Isaac Asimov se debatían en una batalla atemporal. Mientras, detrás de un viejo almohadón de plumas aparecían Jordan y Alicia.
Se descolgó Inodoro Pereyra acompañado por el Negrito Fotanarrosa para caer justo al lado del "medio pelo" de Jauretche y del muerto vivo de Nicolás Carranza que venía del brazete del querido Rodolfo Walsh. Pero le faltaba el personaje que venía a buscar, ¿dónde estaba? No recordaba dónde lo había dejado años atrás. Levantó su cabeza y lo vio allí en el último estante. Estaba igual pese a sus 56 años: pequeñita, flequilluda y con esos ojos tan grandes que destilaban el mundo. Inquieta, simpática, atrevida, osada, curiosa, rebelde, terriblemente irónica, sensata, crítica, progresista, anarquista... Sí, ese era el personaje que quería revivir para su historia porque era el que más se adaptaba para su trabajo social. Ella lo ayudaría a que muchos entiendan que en este mundo, en este país... ¡¡¡NADIE SE SALVA SOLO!!!!

[Mafalda]

Reflexión final - Fabiana

Este año viví, y creo que no fui la única, todos los estados de ánimo. Tuve días de alegría, de esperanza, de paz, pero fueron muchos los qu...